Himnología

“Yo Espero la Mañana”

David Alves padre

Este himno fue escrito por un mexicano llamado Pedro Grado Valdés, que nació en 1862 en el estado de Durango, y murió en 1923, a los 63 años, en San Antonio, estado de Texas, en los Estados Unidos. El himnólogo Cecilio McConnell escribió lo siguiente acerca de Pedro Grado: “Después de pasar su niñez en Durango, empezó a estudiar Leyes, conocimiento que en años posteriores le ayudaron a aconsejar a los pobres en sus asuntos legales. Abandonó sus estudios de Derecho para servir como ministro cristiano [de perfil metodista] en diferentes partes de México y entre los mexicanos en el estado de Texas, en los Estados Unidos. Durante la primera parte de su ministerio fue el medio humano en ganar para Cristo a un sacerdote católico y la fama de esta conversión resultó en una persecución severa y prolongada. Se hicieron varios intentos para envenenar o matar a Grado por distintos medios, pero sus amigos siempre lograron ponerle en guardia”.

Entre unos cien himnos que Pedro Grado escribió o tradujo, destacan otros dos muy conocidos, que son: “Me hirió el pecado fui a Jesús”, y “Yo quiero trabajar para el Señor”.

La primera estrofa y el coro de nuestro himno de hoy dice así:

Yo espero la mañana
De aquel día sin igual,
En que la alegría emana
Y su gozo eternal.

Coro:
Esperando, esperando
Otra vida sin dolor,
Do me den la bienvenida
De Jesús mi Salvador.

El tema de este himno es la segunda venida de Cristo. Cada una de las cuatro estrofas comienza con la idea de que es un evento que el creyente en Cristo está esperando que suceda. Usted ya notó que el coro repite esta palabra dos veces.

El Nuevo Testamento emplea dos términos griegos para referirse a la manera en que estamos esperando la venida del Señor:

Primeramente, la palabra griega “anameno”, que según el Diccionario de William Vine: “lleva consigo la sugerencia de esperar con paciencia y expectación confiada”. Este término lo usó Pablo al escribir a los tesalonicenses, al recordarles: “Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (1 Tes. 1:10). Aunque Cristo no ha regresado aún, esto de ninguna manera nos hace dudar. Nuestra expectación se basa en la certeza de que Dios no puede mentir y que tenemos, como escribió el apóstol Pedro, “la palabra profética más segura” (2 P. 1:19).

El otro término griego es “apekdechomai”, que es “esperar ansiosamente”. El apóstol Pablo escribió a los filipenses que “nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Flp. 3:20-21).

Al cantar “Yo espero la mañana” no quiere decir que sucederá de mañana. Es una expresión que engloba la expectativa de un nuevo y glorioso amanecer en nuestra experiencia cristiana. La venida del Señor por su Iglesia es un evento inminente, o sea, podría suceder en cualquier momento del día o de la noche. En un momento subiremos a las nubes para encontrarnos con el Señor (1 Tes. 4:16-17): los creyentes que habrán muerto, resucitarán con cuerpos glorificados, y los que estemos vivos en ese momento, seremos transformados (1 Cor. 15:52-53). Ya no tendremos ni enfermedad ni dolor por la eternidad.

Fíjese que la bienvenida al cielo la dará el Señor mismo, no San Pedro o algún ángel. Esto se ve en la experiencia de Esteban cuando murió apedreado. Él dijo: “He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios. Y también: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hch. 7:56, 59).

Esto enfatiza la segunda estrofa. Para un hombre como Pedro Grado que vivió acechado por enemigos que querían su muerte, qué bueno es saber que la muerte no es el final de nuestra existencia, sino que vivimos confiados de un destino de eterna gloria por delante. Dice la tercera estrofa:

Yo espero la victoria,
De la muerte al fin triunfar;
Recibir la eterna gloria
Y mis sienes coronar.

Después de la venida del Señor, una vez que nosotros, toda la Iglesia Universal, estemos en el cielo con cuerpos glorificados, pasaremos por lo que la Biblia llama “el tribunal de Cristo” (Rom. 14:10-12). Cristo revisará la vida de cada creyente desde el momento de la conversión hasta el fin de su carrera cristiana sobre la tierra. Hay unas seis coronas que Él dará como resultado de ese escrutinio: La corona de la vida para el mártir (Ap. 2:10); la corona incorruptible de gloria para el anciano fiel en una iglesia local (1 P. 5:4), la corona para el que gana almas (1 Tes. 2:19); la corona de vida para el que resiste la tentación (Stg. 1:12); la corona incorruptible para el que corre bien su carrera cristiana (1 Cor. 9:25), y la corona de justicia para los que aman su venida (2 Tim. 4:8). Sin embargo, en gratitud a Él y en actitud de adoración, echaremos nuestras coronas delante del trono (Ap. 5:10).

Yo espero entrar al cielo,
Donde reina eterno amor;
Peregrino soy, y anhelo
Las moradas del Señor.

Pedro comparó a los creyentes a extranjeros y peregrinos, o sea, no somos del mundo ni nos quedaremos aquí (1 P. 2:11). Cristo prometió a sus discípulos en el aposento alto la noche antes de morir: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay… voy, pues, a preparar lugar para vosotros… vendré otra vez y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (J. 14:2-3).

Pronto espero unir mi canto
Al triunfante y celestial;
Y poder cambiar mi llanto
Por un himno angelical.

La Biblia concluye con una promesa preciosa que describe lo que será la experiencia eterna de los redimidos. Dice así: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Ap. 21:5).

Hace unos 40 años a un tío segundo mío en el Canadá le sucedió una terrible tragedia. Estaba vacacionando con su esposa, ambos cristianos, en una ciudad turística en el Canadá. Habían ido a cenar en un restaurante y cruzaban una calle para dirigirse a su auto. No se percataron de que venía un carro en dirección contraria con un hombre ebrio al volante. Ambos fueron atropellados y ella murió instantáneamente. Él sobrevivió, pero por sus heridas y fracturas no pudo asistir al sepelio de su esposa. Unas semanas después me armé de valor para ir a visitarlo en el hospital y ver si podía animarlo. Lloramos un rato y, por fin, el interrumpió el silencio, y dijo algo que no he olvidado: “David, aquí tenemos las preguntas con las lágrimas. Cuando lleguemos al cielo tendremos las respuestas sin las lágrimas”.

Sí, hermano Pedro Grado, gracias por escribir este hermoso himno. Será un número incontable en gloria que también cambiará sus lágrimas por un canto angelical. Mientras tanto, esperamos con paciencia, la mañana de aquel día sin igual.


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