Cristo en toda la Biblia

Ana, la Adoradora

David Alves hijo

1 Samuel 2:1-10

¡Qué grato es ver la vida de mujeres que viven para glorificar a su Dios! Muchas veces, la vida religiosa de las hermanas es mucho más profunda que la de los varones. Esto se acentúa aún más cuando nos percatamos de lo que sufren algunas mujeres, y de la manera en la que buscan agradar a su Salvador, sin importar lo que están padeciendo. 


Ana es una clara muestra de esto. De acuerdo a 1 Samuel 1, Ana iba al templo todos los años y ofrendaba a Dios una porción especial. Esto lo hacía a pesar de que Penina su rival la irritaba, molestaba y entristecía. Ana fielmente adoraba a su Señor aun cuando el trato que recibía resultaba en que ella llorara y no comiera. Esta gran mujer de Dios deleitaba el corazón de su Señor, sin importar la gran amargura que llevaba en su alma. Oraba honrando al gran Dios a quien servía, y expresaba delante de Su presencia su bajeza, porque entendía lo insignificante que ella era ante la imponente presencia del eterno Señor. Ana le rogaba al Dios de Israel que le concediera un hijo y se comprometía delante de Su santa presencia que se lo dedicaría. Esto lo hacía aun cuando Elí, el sumo sacerdote, la culpaba injustamente de estar borracha.

Al nacer su hijo Samuel, esta mujer ejemplar le cumplió a Dios lo que le había prometido. El gran favor que el Señor le había manifestado, resultó en que Ana anhelara adorarle aún más. Ella fue al templo y ofreció ofrendas y sacrificios a Jehová. También complació el corazón de Dios al dedicarle a su hijo en el templo en presencia de Elí. De igual forma agradó al Señor elevando una oración muy dulce y singular. Es nuestro propósito considerar esta devoción suya en este escrito. Damos gracias a Dios por mujeres como Ana, y por muchas otras hermanas que conocemos, quienes se entregan por completo a la exaltación de nuestro Padre. Veamos, entonces, la forma en la que alabó Ana la adoradora.

Hay por lo menos tres cosas notorias en cuanto a la oración de Ana: 



1. Lo mucho que elogia y aclama los atributos del infinito Dios a quien nosotros también ensalzamos. Ana hace ver en lo que le dijo a Dios, lo mucho que ella se gozaba en las gloriosas cualidades de nuestro Padre. Aunque su oración a Dios no es muy extensa, ella resalta siete atributos del Señor. Admiramos el concepto tan alto que esta mujer piadosa tenía de Jehová. Es nuestro anhelo hacer lo mismo.

Estas son las virtudes que Ana pronunció del eterno Dios a quien nosotros también buscamos exaltar: 



I. La suficiencia de Dios. Ella dijo: “Mi corazón se regocija en Jehová… Me alegré en tu salvación” (v.1). En Dios, Ana encontraba todo lo que ella requería. Las condiciones favorables o desfavorables en su vida no distorsionaban su perspectiva de la suficiencia de su Señor. Nosotros también alabamos al Señor por su perfecta y completa suficiencia al pronunciar las palabras de David: “Tú eres mi Señor; no hay para mí bien fuera de ti” (Sal. 16:2). Agustín de Hipona dijo hace unos 1,600 años: “Nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. A Dios le trae suma complacencia cuando sus hijos encuentran una completa satisfacción en él. 



II. La santidad de Dios. La madre de Samuel alabó diciendo: “No hay santo como Jehová; porque no hay ninguno fuera de ti, y no hay refugio como el Dios nuestro” (v.2). Algo que debe dominar lo que le decimos al Señor y la forma en la que nos acercamos a Él es su santidad. Esto era algo que Ana tenía muy presente en lo más profundo de su ser. Nuestra adoración se hace rutinaria, apática y corrompida, cuando perdemos de vista que nuestro Señor es inmensamente santo. Al condenar a Israel por su idolatría, Isaías les dijo: “Así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”. 



III. La sabiduría de Dios. Ana nos enseña en cuanto a este hermoso atributo del Señor que “el Dios de todo saber es Jehová, y a Él toca el pesar las acciones” (v.3). Esta mujer de Dios continúa mostrándonos algo de lo que muchas veces carece nuestra adoración. Somos dados a sólo dar gracias a Dios por lo que Él nos ha dado o contemplar lo que Él ha hecho por nosotros. Ana llegó al nivel más alto de adoración, el cual es centrarse en lo que Dios es en su glorioso Ser. Aquí ella engrandeció al Señor por su omnisciencia. ¡Alabemos con todo lo que somos al Dios que todo lo sabe! 



IV. La soberanía de Dios. En los versículos 4-8, Ana describe varias cosas que Dios hace que denotan que Él está por encima de todo. El Señor es soberano, y por lo tanto, “Él mata, y Él da vida; Él hace descender al Seol y hace subir. Él empobrece y Él enriquece; abate y enaltece”. De acuerdo a Ana, la adoradora, ¿por qué Dios hace lo que Él hace? Porque Él es soberano. El cristiano honra a su Padre reconociendo que él tiene el derecho de hacer lo que a Él le plazca. Aún en cuanto a nuestra salvación, Dios nunca se vio en ningún momento obligado a rescatarnos. Él nos predestinó y adoptó “según el puro afecto de Su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef. 1:5, 6). El motivo de la redención no es principalmente el bien de la humanidad, sino la gloria eterna del Dios Triuno.

V. La potencia de Dios. De igual forma, Ana reconoce el poderío y la fuerza ilimitada del Señor que nos ha rescatado (v.8, 9). Ella declaró que “de Jehová son las columnas de la tierra, y él afirmó sobre ellas el mundo”. En base a eso, Ana confesó que Dios “guarda los pies de sus santos, mas los impíos perecen en tinieblas”. La razón de todo esto se declara muy explícitamente. “Nadie será fuerte por su propia fuerza”. En otras palabras, nadie— absolutamente nadie— puede exceder la fortaleza de Aquél que es el gran Todopoderoso. Toda criatura debe postrarse ante Aquél que todo lo puede.

VI. La autoridad de Dios. La esposa de Elcana enalteció el dominio perfecto de su Señor al decir: “Delante de Jehová serán quebrantados sus adversarios, y sobre ellos tronará desde los cielos; Jehová juzgará los confines de la tierra, dará poder a su Rey, y exaltará el poderío de su Ungido” (v.10). El Señor a quien adoramos como iglesia cada primer día de la semana es Aquél que posee autoridad sobre todas las cosas y todas las personas. Por causa de la victoria de su Hijo sobre el pecado, la muerte, el diablo y el mundo, un día se desplegará perfectamente y completamente sobre esta tierra el dominio de Dios. 



VII. La misericordia de Dios. Ana también acentuó la ternura, compasión y gracia de nuestro sublime Señor. Solo Él hace lo que no esperamos y lo que no merecemos. Ella dijo: “Él levanta del polvo al pobre, y del muladar exalta al menesteroso, para hacerle sentarse con príncipes y heredar un sitio de honor” (v.8). Somos como Mefiboset a quien David invitó a su mesa, a pesar de que estaba grandemente necesitado y era de una familia que detestaba al rey. ¿Quién pensaría que personas viles, despreciables y detestables como nosotros, seríamos hechos herederos de Dios junto con Cristo, para sentarnos a su mesa para participar de los elementos? No podemos sino tomar las palabras de Pablo sobre nuestros labios y decimos como él: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación” (2 Co. 1:3). 


Foto por Xavier S. en Unsplash

2. Lo mucho que reconoce y señala al gran Mesías a quien todos esperamos. Ana la adoradora magnificó a Dios por lo que Él es y por lo que Él hace, pero también elevó Su nombre por causa de su Rey y su Ungido. Ana conocía mucho a su Dios, pero también conocía mucho acerca de su Mesías. A veces pensamos que los santos que vivieron bajo el antiguo pacto conocían muy poco acerca del Cristo que habría de venir a este tierra. Pero la realidad es que el Antiguo Testamento demuestra todo lo contrario. Aunque sí había mucho que no se les reveló, la verdad es que el remanente fiel de Dios sí sabía mucho acerca del que habría de venir para rescatar a su pueblo y para gobernar sobre este planeta.

Ana reconoció en el versículo 10 por lo menos las siguientes tres figuras que pueden ser vistas en Cristo Jesús: 



I. Es el Juez justo que juzgará a las naciones. Libros como el Apocalipsis hacen ver la terribilidad de Cristo durante la tribulación y el juicio que será impuesto a los perversos. Ana dijo: “Sobre ellos tronará desde los cielos; Jehová juzgará los confines de la tierra”. El Cordero “manso y humilde de corazón” (Mt. 11:29) es también “el León de la tribu de Judá” (Ap. 5:5) que rugirá en juicio sobre los inicuos al agotarse su paciencia. Aquél sobre quien fue vaciada la ira de Dios en el Gólgota, Él mismo vaciará la furia del Señor sobre todos aquellos que le dieron la espalda por seguir a la bestia. Ana se maravillaba de que el Mesías será exaltado por el juicio que él ejecutará sobre esta tierra. 


II. Es el poderoso Rey que reinará por siglos sin fin. Ana comprendía que su Dios le “dará poder a su Rey”. ¡Qué grandioso que el Rey de los judíos que fue perseguido por Herodes y rechazado por la nación de Israel, un día será vindicado y proclamado como el Rey de reyes y el Señor de señores! Nadie podrá resistirle. Nadie podrá derrotarle. Él es el Dios Omnipotente y Él recibirá poder de su Padre Omnipotente. La profecía de Daniel confirma esto tan hermosamente. “Él es el Dios viviente y permanece por todos los siglos, y su reino no será jamás destruido, y su dominio perdurará hasta el fin” (Dn. 6:26). Dios afirma, a través del salmista, que todo esto será una realidad: “Yo he puesto mi Rey sobre Sion, mi santo monte” (Sal. 2:6). En la mente de Dios, el Rey ya está gobernando su creación y sus criaturas. 



III. Es el exaltado Mesías esperado por sus redimidos. Ana también se gozaba en la gran verdad que se cumplirá un día, que Dios “exaltará el poderío de su Ungido”. El texto hebreo hace ver que Ana estaba diciéndole en adoración a Dios que vendría el tiempo cuando Él exaltará el poderío de su Ungido. Esto significa que Aquél que fue “despreciado y desechado entre los hombres” (Isa. 53:3), será magnificado por Dios mismo en todo lo que tiene que ver con su poder y autoridad. Él es el Ungido, el Mesías del Señor, que en el futuro será proclamado como el Elegido de Dios. Jesús afirmó que Él era el cumplimento de la profecía de Isaías al decir: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido” (Lc. 4:18). Cuando la mujer samaritana le dijo a Jesús que ella esperaba la venida del “Mesías, llamado el Cristo” (Jn. 4:25), el Señor le respondió: “Yo soy, el que habla contigo” (Jn. 4:26). ¡Qué hermoso título dado a nuestro Salvador! Él es el Mesías, el Cristo de Dios. ¡Cuánto anhelamos la venida del Señor! Por medio de Su venida se cumplirán en Jesús todas las promesas de Dios y Él será adorado por aquellos a quienes compró con Su preciosa sangre. 




3. Lo mucho que se asemeja esta admirable oración con la oración de otra mujer adoradora del Dios vivo y verdadero. Concluimos observando que las palabras de Ana son muy parecidas a las palabras de María, la madre del Señor, cuando ella recibió la noticia de que daría a luz al Mesías (Lc. 1:46-55). Hay varias semejanzas entre las vidas de ambas mujeres y entre las oraciones de alabanza que ambas ofrecieron al Señor Dios. Por ejemplo, así como Ana adoró a Dios por su potencia y santidad, así también lo hizo María. Ella dijo de Él: “Me ha hecho grandes cosas el Poderoso; santo es su nombre” (Lc. 1:49). Es abundantemente claro que ambas conocían profundamente a Dios y que ambas tenían el incesante anhelo de adorarle fervientemente.

Seamos todos como estas dos mujeres. Aprendamos más acerca de lo que la Biblia nos dice acerca de nuestro Dios. No hay excusa para siempre estar adorando en base a los mismos pasajes y las mismas palabras. Tengamos un concepto muy bajo de nosotros y un concepto muy alto del Señor. No busquemos ser rivales del Altísimo al querer protagonismo. Solo somos esclavos de Aquél que tuvo compasión de nosotros y nos ha purificado de nuestras inmundicias. No tenemos nada de qué gloriarnos sino solo en el Jesús del Calvario (2 Co. 10:17). Lleguemos a los pies del Señor y adorémosle de todo corazón. Cumplamos lo que se nos ordena en Salmos 29:1, 2, “Tributen a Jehová, oh hijos de los poderosos, den a Jehová la gloria y el poder. Den a Jehová la gloria debida a su nombre; adoren a Jehová en la hermosura de la santidad”.


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