Historias de la Gracia de Dios

¡Cuán Frágil Soy!

David Alves padre

El dolor era aún muy evidente en la familia. En los últimos seis meses habíamos tenido que viajar al Canadá para los entierros de mi suegra (68), quien sucumbió a una breve batalla con cáncer, y de mi concuñado (50), un hombre fuerte y sano que murió súbitamente mientras trabajaba. Sin embargo, el hecho de que en vida ambos habían aceptado al Señor Jesucristo como Salvador personal nos era de enorme consuelo.

La Biblia enseña que al momento de morir un creyente, su espíritu se ausenta del cuerpo (Santiago 2:26; 2 Pedro 1:14) e inmediatamente va para estar presente en el cielo con el Señor (2 Corintios 5:8). El apóstol Pablo expresó que partir de esta vida e ir a estar con Cristo sería muchísimo mejor (Filipenses 1:23). Los cuerpos de los creyentes se reunirán de nuevo con sus espíritus cuando suceda la resurrección en la segunda venida de Cristo (1 Corintios 15:53-54;1 Tesalonicenses 4:16). ¡El reencuentro de millones de creyentes será maravilloso! Como dice el himno: “Celestial reunión para los que salvos son, despedidas ya no habrá, ni ‘Hasta luego’ se dirá”. Eternamente, “Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor” (Apocalipsis 21:4)

A finales de diciembre del 2003 nos volvimos a reunir con mi suegro viudo y su hija viuda con sus tres hijos, pero ahora en México. Entre lágrimas, repasamos muchos recuerdos inolvidables de dos miembros de la familia que estaban ausentes. Hablamos mucho de la incertidumbre de la vida y de lo repentino que puede ser la muerte. También aprovechamos para ir y ayudar en una evangelización que se realizaba en algunos pueblos cerca de Pachuca, Hidalgo. Junto con decenas de otros creyentes pasamos días yendo de casa en casa repartiendo varios miles de textos de Juan 3:16.

Cada noche, después de cenar, nos juntábamos para compartir cómo nos había ido con la evangelización y cuál había sido la reacción de los que recibieron los textos. Como era usual, se habló de personas que mostraron interés y que, incluso, pidieron textos de más para regalar a sus familiares y conocidos. Otros pobladores, lamentablemente, cegados por Satanás, se mostraron muy reacios al mensaje. Claro, nunca faltaron anécdotas de tremendos sustos con perros embravecidos que andaban sueltos en la calle.

Sucedió que en unas de esas charlas, uno de nuestros hijos contó su inusual experiencia: “Nos acercamos a una casa muy, muy humilde y pronto nos dimos cuenta de que se llevaba a cabo un velorio. Había muerto una niña. La familia era tan pobre que el ataúd sobre la mesa era una caja de cartón envuelta con algunos cables para que no se desbaratara. A los lados de la caja se veía la palabra ‘Frágil’”.

¡Así es! El mensaje en ese humilde ataúd resonó con nuestra familia. No hay que estar viejo para morir ni enfermo ni en un accidente. Todos somos criaturas muy frágiles que podríamos morir en cualquier momento. Así se expresó el salmista: “Hazme saber, Jehová, mi fin, y cuánta sea la medida de mis días; sepa yo cuán frágil soy” (Salmo 39:4).

La famosa actriz húngara-estadounidense, Zsa Zsa Gabor, que vivió una vida muy longeva y de mucha fama, recibió como regalo (¡aun en vida!) un ataúd recubierto de 24 quilates de oro, cuyo valor era de cuarenta mil dólares. Michael Jackson, otro famoso artista, fue sepultado en un ataúd enchapado con 14 quilates de oro, valuado en veinticinco mil dólares. Pero, apreciado lector, sea una caja de cartón, de caoba labrada, de pino, de metal, o recubierta de oro, esto no cambia el hecho de que la muerte es un denominador común para todos los seres humanos. Seamos ricos o pobres, ¡todos somos frágiles!

En vez de fijarse en el valor del ataúd piense, más bien, en el incalculable valor del alma del difunto que ha partido a la eternidad. Cristo preguntó: ¿Qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Marcos 8:36-37). Por esto fue que Cristo vino al mundo. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Concluyo con las sobrias palabras del sabio Salomón: “Mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete; porque aquello es el fin de todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón” (Eclesiastés 7:2).


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