Himnología

“Ropaje Espléndido Divinal”

David Alves padre

Nuestro himno bajo consideración se titula: “Ropaje espléndido divinal”. Citaré la versión que aparece en Himnos y Cánticos del Evangelio, publicado en Argentina. Es el himno número 357. En muchas iglesias locales es un himno que se canta frecuentemente en la reunión de la Cena del Señor, pero la verdad es que es una bella contemplación de Cristo que puede disfrutarse en cualquier reunión, así como en privado también.

La primera estrofa y el coro dicen así:

Ropaje espléndido divinal
Es el de mi Señor;
Su mirra célica sin igual
Mi corazón llenó.

Coro:
Glorias magníficas El dejó,
Para buscarme a mí;
Sólo su incomparable amor
Le hizo venir aquí.

Meditemos por un momento en lo que el Señor dejó al venir a este mundo. Leemos que Él oró: “Ahora pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Jn. 17:5). El apóstol Pablo escribió a los corintios: “Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico” (2 Cor. 8:9). ¡Qué amor! Es incomparable, incalculable, e incomprensible.

Le invito a trazar el tema del ropaje de Cristo en la Biblia. Más de siete siglos antes de que Cristo naciera en Belén, Isaías vio su gloria y habló de Él, diciendo: “Vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo” (Isa. 6:2; ver Jn. 12:41). Pero, ¡qué contraste!, cuando Jesús nació, dice Lucas, María “lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre” (Lc. 2:7). Durante el ministerio público del Señor, una mujer muy enferma “cuando oyó hablar de Jesús” acudió a Él y fue sanada en el instante que tocó el borde de su manto (Mr. 5:25-34). Como todo varón judío, el manto de Cristo ha de haber tenido un borde de azul (Núm. 15:37-41), para que se acordaran, dijo Dios, de cumplir todos los mandamientos de la Ley de Moisés. Esta mujer parece haber entendido acertadamente que siendo Jesús el ejemplo perfecto de lo que el borde de su manto significaba, Él tendría también el poder sobrenatural para sanarla. En el monte de la Transfiguración, Mateo nos dice de Cristo que “sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mt. 17:2). Ese escenario fue un breve anticipo de su gloria en su reino venidero. ¡Qué diremos de la escena en el aposento alto cuando Jesús se despojó de su manto y se ciñó con una toalla para lavar los pies de sus discípulos! (Jn. 13:4-5). ¡Qué humildad la de nuestro Señor! Cuando arrestaron al Señor y le llevaron ante Pilato, dice Mateo, que “los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio, y reunieron alrededor de él a toda la compañía [unos 614 soldados]; y desnudándole, le echaron encima un manto de escarlata, y… después de haberle escarnecido, le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos, y le llevaron para crucificarle” (Mt. 26:28-31). Es sumamente impresionante notar que al pie de la cruz se cumplió la profecía de David, hecha mil años antes, referente al despojo de la vestimenta del crucificado, Jesús de Nazaret, que dice: “Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes” (Sal. 22:18; Jn. 19:23-24). Los cuatro soldados se repartieron entre sí la sudadera que llevaba en su cabeza, el manto externo, el cinto, y las sandalias del Señor, pero tuvieron que rifar su túnica interna, que era de una sola costura de arriba abajo. Me pregunto si podían percibir en estas prendas de Cristo la fragancia del nardo puro con que días antes había sido ungido por María (Jn. 12:1-8). De su sepultura leemos que José de Arimatea “vino, y se llevó el cuerpo de Jesús. También Nicodemo, el que antes había visitado a Jesús de noche, vino trayendo un compuesto de mirra y de áloes, como cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús, y lo envolvieron en lienzos con especias aromáticas, según es costumbre sepultar entre los judíos” (Jn. 19:38-40). Juan describe que al resucitar, Jesús dejó esos lienzos atrás (Jn. 20:6-7). En la tumba vacía no había olor a muerte o corrupción (Hch. 2:31), más bien, aun allí Cristo dejó la fragancia de su presencia.

Precisamente, un tema sobresaliente en el himno es la variedad de perfumes que son figurativos de las hermosuras morales en la gloriosa persona del Señor Jesucristo. Escuche lo que dicen las siguientes dos estrofas:

Su vida tuvo su amargor,
Los áloes se ven;
Llevó la cruz con su cruel dolor,
Espinas en su sien.

También la casia balsámica
En su vestido está,
Me quita todas mis lágrimas,
Profunda paz me da.

Este himno fue escrito originalmente en inglés en 1915 por un hermano de perfil presbiteriano llamado Henry Barraclough, quien nació en 1891 en Inglaterra, y murió en 1983 en los Estados Unidos, a los 91 años. Escribió unos 20 himnos, y compuso unas 100 melodías, incluyendo la de este himno. La melodía se conoce como “Ivory Palaces” (o Palacios de Marfil). Una expresión que, lamentablemente, por cuestiones de rima y métrica no se pudo incluir en la excelente traducción al español que tenemos.

Henry comenzó a estudiar cómo tocar el órgano y el piano desde los 5 años. A sus 20 años consiguió empleo como secretario para el caballero George Scott Robertson, Miembro del Parlamento británico. Me imagino lo interesante que ha de haber sido para el joven Henry conversar con su jefe, un veterano militar que a finales del siglo 19 había hecho un arduo viaje a la remota y accidentada región de Kafiristán en lo que hoy es el noreste de Afganistán, y Robertson es considerado como el último extranjero que vio las prácticas del politeísmo en la región antes de la llegada del Islam.

Sin embargo, Henry Barraclough dejó ese empleo después de unos dos años y se fue a los Estados Unidos para integrarse como pianista al equipo evangelístico de John Wilbur Chapman, un predicador presbiteriano, y Charles McCallon Alexander, un cantante cristiano. En 1909 Chapman y Alexander habían hecho una impresionante gira evangelística de ocho meses predicando en varios países del Pacífico, incluyendo Australia, Filipinas, Corea del Sur, Japón y la China.

Al hermano Chapman, quien murió en 1918, le debemos la autoría de un precioso himno titulado en español: “Un día que el cielo sus glorias cantaba”, que tenderemos que considerar en otra ocasión.

Del cantante Alexander (con Cristo desde 1920) quiero destacar que él mismo confesaba que le debía mucho a la influencia cristiana que tuvo su madre, pues ella tenía la costumbre de leer los sermones de Dwight Lyman Moody a la familia todas las noches frente a la chimenea en la sala de la casa. Me detengo por unos momentos para animar a mis hermanas que son madres con niños en casa, ¿cómo les va con la formación cristiana que le está dando a sus hijos? Si se crían con solamente TikTok y Peppa La Cerdita, no van a avanzar espiritualmente. Charles Alexander no sólo fue un cantante usado por Dios, su interés en los himnos se refleja en el hecho de que redactó, con otros, unos 30 himnarios cristianos. De hecho, uno de mis afanes al contarle las historias de estos himnos es que no perdamos interés en nuestros himnarios y los himnos tan preciosos que contienen. Aunque Alexander fue incluido en el Salón de la Fama de Música Góspel en 1991, su más valioso reconocimiento lo recibirá en un día venidero ante el Tribunal de Cristo.

Nuestro himno de hoy está basado en las palabras del Salmo 45:7 que, refiriéndose proféticamente a nuestro Señor Jesucristo, dice así: “Mirra, áloe y casia exhalan todos tus vestidos; desde palacios de marfil te recrean”. Este texto fue usado como base de un mensaje predicado por el ya mencionado John Wilbur Chapman, y el mensaje hizo que Barraclough inmediatamente hilvanara pensamientos figurativos acerca de estas fragancias en las vestimentas de Cristo.

Fíjese, de nuevo, en las fragancias que se mencionan:

  • En la primera estrofa: “Su mirra célica”, o celestial, “mi corazón llenó”;
  • En la segunda estrofa: “Su vida tuvo su amargor, los áloes se ven”;
  • En la tercera estrofa: “También la casia balsámica en su vestido está”.

Se ve a Cristo en el Salmo 45 como Rey ungido con el óleo de alegría en el día venidero de Su boda. Su atuendo ha sido perfumado. Salomón menciona el uso de estas fragancias en sus libros de Proverbios y Cantares. Parece que la mirra era proveniente de los árboles de Arabia. Los áloes se extraían de una madera perfumada. La casia posiblemente era de las raíces de una planta. Pero este óleo nos recuerda también de la unción sacerdotal en Éxodo 30:22-25, que era rico en mirra y casia. Es interesante que en Zacarías 6 Cristo es presentado proféticamente como Sacerdote-Rey, dos oficios que Dios siempre había segregado, pero en el reino futuro se fusionarán en la persona gloriosa del Señor Jesucristo. Esos 33 kilos de mirra y áloes que trajo Nicodemo para la sepultura nos hacen pensar en la fragancia que disfrutaremos eternamente en la presencia de Aquel que fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz (Flp. 2:8).

El traductor de este himno al español fue el hermano Gilberto J. M. Lear (1884-1961). Él salió de Londres, Inglaterra en 1904 y viajó a Buenos Aires, Argentina, por cuestiones de trabajo como banquero. Pero era un hermano de las, así llamadas, asambleas congregadas en el nombre del Señor Jesucristo, con una tremenda pasión de ganar almas para Cristo. Entre otras cosas, ayudaba en la predicación al aire libre en Buenos Aires, algo que incomodaba a sus jefes en el banco. Le dieron un ultimátum. Gilberto tendría que escoger entre su empleo en el banco y su trabajo evangelístico. Él escogió lo segundo y dejó el banco en 1905. Llegó a ser muy usado por Dios en Argentina y en otras regiones de Suramérica. De hecho en Himnos y Cánticos del Evangelio hay unos 30 himnos y 10 coros, escritos o traducidos por él.

A mí me fascina cómo a Dios le place usar a creyentes como eslabones en la gran cadena del evangelio. Durante una visita a su patria natal, el hermano Lear participó en un conferencia bíblica decembrina en Belfast, Irlanda del Norte. Tomás Bentley, que me contó esta anécdota, había invitado a su amigo, Sydney Maxwell, a la conferencia. Se habían conocido en la fábrica de aviones donde ambos trabajaban alrededor del año 1935. Sydney se había convertido a Cristo recientemente pero desconocía cómo debería congregarse un creyente de acuerdo con las Escrituras. Gilberto Lear ese día dio enseñanza sobre las Siete Fiestas de Jehová. Leyó en Levítico 23 y dijo: “Aquí tenemos el calendario de las diferentes fiestas”. Leyó de Números 28 y 29 y dijo: “Aquí tenemos más detalles de las fiestas”, y finalmente leyó en Deuteronomio 16 y dijo: “Aquí tenemos el lugar de las fiestas. Usó todo esto para ilustrar lo que es la iglesia local en el Nuevo Testamento. Sydney Maxwell quedó profundamente impresionado, y le dijo a su amigo Tomás: “La asamblea es el lugar para mí”. Sydney Maxwell sirvió al Señor en Norteamérica entre los creyentes que se congregan en el nombre del Señor Jesucristo, hasta su muerte en 1993. Es uno de los predicadores más energéticos que he conocido en mi vida y nunca olvidaré sus enseñanzas, por ejemplo, sobre el Nazareo de Números 6 y, cariosamente, “Las Siete Fiestas de Jehová”, en Levítico 23.

Concluimos con la última estrofa, que dice así:

Con ropa hermosa vendrá otra vez,
Y todos le verán,
Postrándose ante sus santos pies,
Los suyos le adorarán.

Retomando el tema de las vestiduras del Señor, le vemos en Ap. 1:13, ya resucitado y exaltado, “vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro”. En su descenso a la tierra en gloria, al final de la Tribulación, Juan describe la escena así: “Vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea. Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre; y su nombre es: EL VERBO DE DIOS (Ap. 19:11-13). No será ya en ese día el despreciado y rechazado Jesús, ¡no! ¡no!, vendrá como Rey de Reyes y Señor de Señores. La sangre en su vestimenta será la de sus enemigos que serán destruidos antes del establecimiento de su reino milenario.

A sus pies, así como la mujer pecadora (Lc. 7:38), el leproso samaritano (Lc. 17:16), las dos Marías la mañana de la resurrección (Mt. 28:9), y el apóstol Juan (Ap. 1:17), cuántos millones y millones más nos postraremos también delante de Él, y le adoraremos por la eternidad.

¿Qué de usted amigo? Ya ha tenido en momento en que, espiritualmente hablando, se ha rendido a los pies del Señor Jesucristo, reconociéndose pecador y aceptándole como Salvador personal? Hágalo ahora mismo.

Así, conmovido de corazón, también podrá cantar con nosotros:

Glorias magníficas El dejó,
Para buscarme a mí;
Sólo su incomparable amor
Le hizo venir aquí.

Imagen por Kazuend

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