Vida Cristiana

¿Dónde Hay Ministros de Estos?

David Alves hijo

Ministro es aquel que sirve a las personas. La palabra incluye a aquellos que sirven al estado (Rom. 13:6), en el templo (Heb. 8:2), en el ejército y a la iglesia. En este último es en lo que queremos enfocarnos. Ministro es todo aquél que sirve de una o de otra manera al Señor y al pueblo del Señor. Pablo era “ministro de Jesucristo a los gentiles” (Rom. 15:16). Epafrodito era “ministrador” de las necesidades de Pablo (Fil. 2:25).

Mayormente se tiene la idea de que el ministro es el que pastorea, enseña, predica. La mención de Epafrodito en cuanto a lo que él hacía por Pablo; es clara muestra de que uno no tiene que ser anciano, maestro o predicador para ser ministro. Nadie es ministro solo porque tiene una licenciatura, maestría o doctorado de un seminario bíblico. Por otro lado, es paradójico considerar que las palabras ministro o siervo le han dado un estatus elevado a hombres que tienen responsabilidades de liderazgo dentro de la iglesia. ¡Cuán extraño es que un ministro o siervo goce de autoridad y poder! ¡Oh, que los maestros de la Palabra entendieran que solo están para servir al cuerpo de Cristo! ¡Oh, que comprendieran lo terriblemente irónico que es que existan ministros autoritarios o siervos exaltados!

Aquí queremos centrarnos en los ministros que llevan la inmensa responsabilidad de administrar la iglesia del Señor y de exponer las Sagradas Escrituras al rebaño del Señor.

Estas son algunas cosas que Dios exige de ellos:

  1. Tienen un ejemplo que es digno de ser imitado (Heb. 13:7)
  2. Se entregan apasionadamente por los demás (Heb. 13:17)
  3. Se preocupan por el cuidado de sí mismos y de la congregación (Hch. 20:28)
  4. Trabajan arduamente en en la predicación y en la enseñanza (1 Tim. 5:17)
  5. Cumplen celosamente su ministerio (2 Tim. 4:5)
  6. Sirven de la manera en la que lo hacen solo porque Dios les dio ese don y no porque haya algo bueno en ellos (Ef. 4:11)
  7. Procura con diligencia presentarse a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que maneja con precisión la palabra de verdad (2 Tim. 2:15)
  8. Detesta la noción de ejercer señorío sobre aquellos a quienes el Señor les ha confiado (1 Pe. 5:3)
  9. Entienden que la responsabilidad de la enseñanza de la Biblia les resulta en recibir un juicio más severo por parte del Señor (Stg. 3:1)
  10. Saben que no tienen autoridad en sí mismos, sino que solo son administradores de Dios (Tit. 1:7)

¿Cómo nos va si nos evaluamos a la luz de estos requisitos? Si somos honestos, la realidad es que no nos va nada bien. Abunda la pereza, la negligencia, la irresponsabilidad, el descuido, la crueldad, los celos. Verdaderos pastores son muy escasos. Verdaderos predicadores de la Palabra son muy contados. ¿Dónde están los ministros que Dios ha llamado y habilitado para que le sirvan a Él y a los creyentes responsablemente, cumplidamente, prudentemente?

Imagen por David Goldman

John MacArthur ha enseñado la Palabra fielmente por más de 50 años. Sobre su escritorio ha tenido por años delante de él como un constante recordatorio, las siguientes palabras escritas por Floyd Doud Shafer en el año 1961.

“Llévelo a su oficina, arranca el letrero de la puerta y clave el letrero: Estudio. Sáquelo de la lista de correo, enciérrelo con sus libros (consígale todo tipo de libros), su máquina de escribir y su Biblia. Póngalo de rodillas ante el texto, los corazones rotos y las vidas frívolas de un rebaño superficial y ante el Dios Santo. Tírelo al ring para boxear con Dios hasta que aprenda lo cortos que son sus brazos: entréguelo a luchar con Dios toda la noche. Déjelo salir sólo cuando esté magullado y golpeado hasta convertirlo en una bendición. Póngale un reloj que lo aprisione pensando y escribiendo sobre Dios durante 40 horas a la semana. Cierre su boca habladora que siempre suelta “observaciones” y evite que su lengua siempre tropiece ligeramente con todo lo que no es esencial. Pídale que tenga algo que decir antes de que se atreva a romper el silencio. Doblegue sus rodillas en el valle solitario, despídalo de la Asociación de padres y maestros y cancele su membresía del Country Club: queme sus ojos con el estudio cansado, destruya su aplomo emocional con preocupación por Dios y haga que cambie su postura piadosa por un caminar humilde con Dios y el hombre. Haga que gaste y sea gastado para la gloria de Dios.

Arránquele su teléfono, queme sus hojas de éxito eclesiástico, rechace su mano alegre y ponga agua en el tanque de gasolina de su coche comunitario. Déle una Biblia y átelo a su púlpito y hágale predicar la Palabra del Dios vivo. Pruébelo, interróguelo y examínelo: humíllelo por su ignorancia de las cosas divinas y avergüéncelo por su comprensión superficial de las finanzas, los promedios de bateo y las luchas políticas internas. Ríete de su frustrado esfuerzo por jugar a ser un psiquiatra, desprecie su moralidad insípida, rechace su inteligencia necia, ignore su amplitud de miras que no es más que testarudez y oblíguelo a ser un ministro de la Palabra. Si quiere ser misericordioso, desafíelo a ser un producto de la gracia tosca de Dios. Si le gusta agradar, exija que agrade a Dios y no al hombre. Si quiere ser halagador, pídale que emita sonidos con una lengua sobre la que ha reposado una Llama Sagrada. Si quiere ser gerente, insista más bien en que sea un maniquí de Dios, un ser que sea ilustrativo del propósito y la voluntad de Dios.

Formen un coro y entonen un canto y persíganlo con él noche y día: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”. Cuando por fin se atreva a subir al púlpito, pregúntele si tiene una palabra de Dios; si no la tiene, despídelo y dile que puede leer el periódico de la mañana, digerir los comentarios de la televisión, pensar en las cosas superficiales del día, gestionar las innumerables programas de la comunidad y bendecir una variedad de papas asadas y ejotes ad infinitum mejor que él. Ordénele que no regrese hasta que haya leído y releído, escrito y reescrito, hasta que pueda levantarse, desgastado y desamparado, y decir: “¡Así dice el Señor!” Rómpelo sobre el tablero de su popularidad mal habida, golpéalo duramente con su propio prestigio, arrincónalo con preguntas sobre Dios y satúralo con exigencias de sabiduría celestial, y no le dé escapatoria hasta que se encuentre contra el muro de la Palabra: entonces siéntese ante él y escuche la única palabra que le queda: la Palabra de Dios. Que ignore por completo los chismes de la calle, pero déle un capítulo y ordénele que lo rodee, acampe en él, sufra con ello y venga al fin a hablarlo de un lado a otro hasta que todo lo que diga al respecto resuene con la verdad de la eternidad. Pídale que presente credenciales vivas de que ha sido y que es un verdadero padre en su propia casa antes de otorgarle la licencia para actuar como padre de todos y de cada uno. Exija que se le demuestre que su amor es profundo, fuerte y seguro entre sus seres más cercanos y queridos antes de que se le otorgue el contrato para compartir lo superfluo de su afabilidad con todo tipo y condición de personas. Examine su hogar, que sea un seminario de fe, esperanza, aprendizaje y amor o un armario de inquietudes, dudas, dogmatismo y temperamento; si es esto último, póngalo en cuarentena allí para orar, llorar y convertirse, y luego déjelo salir convertido, para convertirse.

Moldéelo implacablemente en un hombre siempre doblegado pero nunca intimidado ante la verdad no oculta que se ha esforzado por revelar, y déjelo colgar arrojado hacia el destino del Dios Todopoderoso; que su alma quede desnuda ante los apresurados propósitos de Dios, y que se pierda, se condene y se haga para que sólo su Dios sea todo en todos. Que él, en sí mismo, sea signo y símbolo de que todo lo humano se pierde, que la gracia llega a través de la pérdida; y conviértalo en la ilustración de que sólo la gracia es asombrosa, suficiente y redentora. Que sea transparente a la gracia de Dios, a Dios mismo. Y cuando sea consumido por la Palabra llameante que lo atravesó, cuando finalmente sea consumido por la gracia ardiente que arde a través de él, y cuando aquel que tuvo el privilegio de traducir la verdad de Dios al hombre sea finalmente trasladado de la tierra al cielo, cárguelo suavemente, toque una trompeta silenciosa y acuéstelo cuidadosamente, coloque una espada de dos filos sobre su ataúd y alce una melodía triunfante, porque él fue un valiente soldado de la Palabra y cuando murió se había convertido en portavoz de su Dios.”

¿Dónde hay ministros de estos?

Dios obre para Su eterna gloria en cada uno de nuestros corazones para que sirvamos bien a las ovejas que el Señor nos ha encomendado hasta la pronta venida del Buen Pastor.