David Alves hijo
No podemos desconocer, descuidar ni confundir la doctrina de la justificación. Es un tema central en las Escrituras. Esto fue algo que experimentaron los santos que vivieron antes de la venida de Jesucristo, y es algo que disfrutamos los que vivimos después de su muerte y resurrección. Ya que debemos crecer “en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pe. 3:18), es nuestra responsabilidad saborear más y más términos bíblicos como lo es la justificación y maravillarnos de todo lo que tenemos en Jesús.
¿Qué es la justificación?
Los puritanos del siglo XVII definieron la justificación de la siguiente manera: “es un acto de la libre gracia de Dios hacia los pecadores, en la cual él perdona todos sus pecados, acepta sus personas y las cuenta como justas delante de él, no por alguna cosa obrada en ellos, o hecha por ellos, sino solamente por la perfecta obediencia y plena satisfacción de Cristo que Dios les imputa, y que ellos reciben solamente por fe”.1
Habiendo sido todos culpables de transgredir la ley de Dios, y por lo tanto, merecedores de su juicio, el evangelio promete que podemos ser perdonados y declarados justos. La Biblia es muy explícita en enseñar que uno goza de esta bendición únicamente a través de la fe en Cristo Jesús. Los textos que hablan de que la justificación es por obras, no describen cómo uno experimenta inicialmente esta bendición, sino detallan la obligación que tienen los justos de vivir en rectitud al haber sido justificados.
El Espíritu Santo llevó a Pablo a enfocarse principalmente en exponer cómo es que un individuo es justificado. En el caso de Santiago, le guió a explicar un aspecto distinto de esta doctrina, que es en cuanto a cómo debe conducirse alguien que ya ha sido justificado. Están igual de erradas las personas que piensan que la justificación es por obras, como los que creen que una persona puede vivir en un libertinaje corrupto después de haber creído el evangelio.
La acreditación de justicia
Es indudable que la Palabra del Señor demuestra que en la justificación Dios acredita, transfiere, atribuye o imputa su justicia a aquellos que obedecen el evangelio. Pablo al comprobar que la justificación es por fe y no por obras, afirma que el Señor nos acredita su justicia al confiar en el Hijo de Dios. Al hablar del que cree, dice: “cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Rom. 4:5). Dios siendo nuestra justicia (Jer. 23:6), nos deposita de su rectitud, así como lo hizo con Abraham. “Creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” (Gn. 15:6).

El requerimiento de un Salvador justo
La justificación de inicuos exige que Dios sea justo, pero que también el Salvador de los impíos sea justo. Un salvador pecaminoso que hubiese sufrido por nosotros, no nos pudiera haber permitido participar de la justicia divina. La muerte de Cristo permite que seamos declarados justos, pero también su vida íntegra fue indispensable para que pudiésemos ser justificados.
Los siguientes textos lo comprueban muy claramente:
Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia (Mt. 3:15).
Estando reconciliados, seremos salvos por su vida (Rom. 5:10).
Como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos
(Rom. 5:18, 19).
La necesidad de un Salvador sufriente
No solo requeríamos un Salvador perfecto, pero también uno que sufriese por nuestros pecados. El Espíritu Santo combina estos dos aspectos magistralmente y asombrosamente en 2 Corintios 5:21. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. El Cristo puro llevó nuestro pecado para que fuésemos justificados. Dios no podía ignorar nuestra maldad y por eso estábamos todos condenados a sufrir. En su misericordia, él hizo padecer a su Hijo obediente en nuestro lugar para que el pecado fuese juzgado, y así pudiese otorgarnos su justicia.
Necesitábamos un Salvador justo que sufriera en nuestro lugar, pero que también resucitase victoriosamente sobre la muerte. Dios afirma esto en Romanos 4:25, “el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación”. Alabamos a Dios que su Hijo Cristo vivió, murió y resucitó para pronunciarnos como siendo justos.
- Catecismo Mayor de Westminster, pregunta #70.
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