Cristo en toda la Biblia

Dos Nacimientos

David Alves hijo

1 Samuel 1:1-28

Al buscar a Cristo en las páginas sagradas de este libro, una de las cosas que buscaremos hacer es resaltar los paralelos entre la vida de Samuel y la del Hijo de Dios. Iniciaremos haciéndolo al comparar los eventos relacionados con el nacimiento de ambos.

Dos vientres tocados

En la soberanía de Dios, Samuel y Jesús nacieron de mujeres que no habían tenido hijos. No solo eso, sino que nacieron de mujeres en las cuales Dios hizo un milagro en sus vientres para que ellas concibieran y dieran a luz. En el caso de Ana, Dios removió su esterilidad para que concibiera. En el caso de María, Dios obró en ella a través del Espíritu Santo para que concibiera siendo virgen.

Entre los dos milagros, obviamente nuestro enfoque debe ser en lo ocurrido a María. No porque sea María, sino porque fue en ella que se llevó a cabo la concepción del Mesías. Su prometido José “halló que había concebido del Espíritu Santo” (Mt. 1:18). El ángel Gabriel le explicó a María lo que sucedería: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc. 1:35).

Bendecimos a nuestro Dios y Padre por haber efectuado este asombroso milagro. Nuestras mentes no pueden dimensionar que Dios haya concebido en el vientre de una mujer a Dios mismo, a su Hijo, el Salvador del mundo. Adoramos al Señor por haber llevado a cabo la encarnación de su Hijo glorioso. Sabemos bien por qué se encarnó. Nadie puede negar la estrecha relación entre la concepción y la crucifixión. Fue concebido para poder ser crucificado y llevar a cabo la obra de la expiación de nuestros pecados.

El teólogo holandés Herman Bavinck describe tan acertadamente la maravilla de la encarnación de Cristo Jesús: “Nos resulta completamente incomprensible cómo Dios puede revelarse y en cierta medida darse a conocer en los seres creados: la eternidad en el tiempo, la inmensidad en el espacio, el infinito en lo finito, la inmutabilidad en el cambio, el ser en el devenir, el todo, por así decirlo, en aquello que no es nada. Este misterio no se puede comprender; solo se puede reconocer con gratitud”.

Andrey K

Dos hijos dedicados

Ana y María se caracterizaron por poseer una ardiente pasión por ver a sus hijos entregarse a Jehová. Antes de tener el privilegio de engendrar a Samuel, Ana le prometió a Dios que ella se lo dedicaría. Le aseguró que Samuel cumpliría con el voto del nazareato todos los días de su vida. Al haber nacido, Ana le dijo al Señor en cuanto a su hijo: “Lo dedico también a Jehová; todos los días que viva, será de Jehová”. Por la gracia sublime del Señor, los deseos de Ana fueron cumplidos. Samuel vivió de manera consagrada a Dios durante toda su vida.

Su dedicación al Señor no puede compararse con la devoción y entrega de Jesús a su Padre. Samuel fue dedicado a Dios y vivió de esa manera, pero no lo pudo hacer perfectamente porque no dejaba de ser un hijo de Adán. El Señor Jesús fue dedicado por su madre para servir a Dios todos los días de su vida, pero, como el Hijo eterno de Dios que era, él se había dedicado a su Padre desde la eternidad pasada. No hubo un momento en la eternidad en el que Jesucristo se haya retraído de mantenerse siempre sumiso al plan de la Trinidad de que él fuese el Cordero que sería inmolado por el bien de las naciones. Otro gran contraste entre ambos es que nuestro Salvador, al no estar afectado moralmente por la naturaleza de Adán, sí se dedicó de manera perfecta a su Dios.

Contemplemos detenidamente al Hijo dedicado de Jehová. Nadie pudiera haber dicho lo que él dijo de sí mismo: “Como el Padre me mandó, así hago” (Jn. 14:31). Por más que no lo entendamos, lo aceptamos porque la Biblia lo dice: “Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia” (Heb. 5:8). ¿Cómo aprendió la obediencia aquel “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col. 2:3)? La justicia de Dios es imputada a nosotros por la obediencia de Jesús: “Por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Rom. 5:19). Meditemos en lo mucho que a él le costó su obediencia constante a su Padre. Él se hizo a sí mismo “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:8). ¡Gloria sea a Cristo por su entrega, devoción y sujeción a su Padre!

Dos ceremonias realizadas

Los hebreos comúnmente llevaban a cabo distintos rituales después de haber nacido un bebé. En el caso de los varones, a los ocho días de nacidos eran circuncidados y recibían sus nombres. El hijo de Ana fue llamado Samuel, y el hijo de María fue llamado Jesús. Samuel significa “Por cuanto lo pedí a Jehová”. Jesús significa “Dios salvará a su pueblo de sus pecados”. El nombre de Samuel acentúa la provisión de un hijo para una mujer afligida. El nombre de Jesús subraya la provisión de un Salvador para una humanidad perdida.

El otro evento que se llevaba a cabo al nacer un bebé varón era su presentación en el templo a los cuarenta días de edad. La ley marcaba que el primogénito de entre los varones y los animales debía ser santificado a Jehová. Ana decidió llevarlo después de haber destetado a Samuel para ofrecerle al Señor tres becerros, un efa de harina y una vasija de vino.

En el evangelio según Lucas, aprendemos sobre la presentación de Jesucristo en el templo. Una de las cosas que sobresalen de esa ceremonia es lo que ofrecieron José y María. No ofrendaron un cordero, sino la ofrenda de los pobres: un par de tórtolas o dos palominos. Esto nos conmueve al pensar en la pobreza en la que vivió el Rey en la casa de un carpintero pobre en un lugar llamado Nazaret.

Por último, la circuncisión y la presentación en el templo nos llevan a pensar en algo muy valioso, y es lo siguiente: el Dador de la ley se sometió a ella para redimirnos de las exigencias de la ley. “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley” (Gál. 4:4-5). Bendecimos el nombre del que hizo todo esto por nuestro bien eterno.


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