David Alves Jr.
“Acuérdate que fuiste siervo” (Dt. 5:15)
En Deuteronomio 5 se repiten los diez mandamientos escritos por Dios sobre las tablas de la ley que ya estudiamos en Éxodo 20. Al llegar al mandamiento número cuatro, notamos que se incluye algo aquí que no es mencionado en el segundo libro de Moisés. Cuando se le pide a Israel guardar el día de reposo, se les da las razones por las que deberían hacerlo.
La primera razón era porque Dios había creado el mundo en seis días y había descansado el séptimo día. Esto también lo leemos en Éxodo. Pero la segunda razón, es la que no aparece en aquél libro, y era que debían guardar el día de reposo, porque debían acordarse de que habían sido siervos en Egipto. Debían guardar el día de reposo para conmemorar el hecho de que Dios los había redimido “con mano fuerte y brazo extendido”.
Israel descansado el día de reposo al seguir el ejemplo de Dios y lo que hizo en la creación, nos habla del reposo que hemos encontrado por la obra que finalizó Cristo. Dios creó todo, y el día Sábado, pudo contemplar todas sus maravillas y disfrutarlas. Nosotros también podemos disfrutar el reposo que tenemos en Cristo en base a su gran obra de la salvación efectuada sobre la cruz.
Israel descansando el día de reposo al recordar el hecho de que habían sido siervos, debe hacernos pensar en lo que éramos antes de haber creído en el Señor, y en lo que ahora somos por su infinita gracia.
Los Israelitas eran esclavos de los egipcios. Nosotros éramos esclavos del pecado (Jn. 8:34); de la corrupción (2 Pe. 2:19); de las riquezas (Mt. 6:24); de la muerte (Rom. 8:2); y de la ley (Gál. 5:1). Nuestra condición era mucho peor que la de ellos. Si el rescate de Israel de Egipto fue impresionante, nada se compara con el rescate que el Señor realizó con nosotros. Así como con Israel, Dios quiere que nosotros tampoco nos olvidemos que en un tiempo fuimos siervos.

Ahora somos libres por medio de su Hijo. Al beber de la copa el día de mañana en el partimiento del pan, recordaremos la sangre del Señor que fue derramada para poder llevar esto a cabo. Una de las razones por las que él vino a este mundo fue para “pregonar libertad a los cautivos” (Lc. 4:18). El precio de nuestra libertad fue el derramamiento de su sangre. No había otra manera. Para Israel, la sangre derramada fue la de los corderos de la Pascua; en nuestro caso, tuvo que ser la sangre del bendito Hijo de Dios.
Jamás pudiésemos comprender lo mal que estábamos en nuestra vida de servidumbre antes de que conocimos a Jesús, pero la realidad es que tampoco podemos entender en el presente, la libertad que tenemos por medio de él. Él nos prometió que la verdad basada en él nos haría libres (Jn. 8:36). Y él nos ha dado “el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Rom. 8:15) cuando antes vivíamos en “el espíritu de esclavitud”.
Somos libres, pero no para vivir como queramos. Jesucristo derramó su sangre para rescatarnos de la esclavitud del pecado para hacernos: siervos de Dios (1 Pe. 2:16); de Cristo Jesús (Rom. 1:1); y de la justicia (Rom. 6:18).
Por lo tanto, nos olvidemos de que éramos siervos y lo que le costó a Cristo hacernos siervos de Dios.