David Alves Jr.
La sangre les será perdonada. Dt. 21:8
Cuando una persona era encontrada muerta en Israel, y no se sabía quien había cometido el crimen, los ancianos tenían que salir a medir para ver cual era la ciudad más cercana a la ubicación del difunto.
Esta es una clara figura de la escena de la crucifixión del Hijo de Dios. Aunque sí se supo quienes fueron los responsables, todo se llevó a cabo tan corruptamente, que nunca se supo quienes fueron los culpables de su muerte ante la sociedad judía. Jesús fue como esa persona matada y dejada en el campo. El hombre buscó deslindarse de la responsabilidad que tenían en cuanto a su muerte.
Esto no podía acontecer. Dios es en su justicia y santidad, exige que el hombre se responsabiliza por sus actos. Usó a Pedro para redargüir sus conciencias cuando predicó su palabra poco tiempo después de la muerte de Cristo. Les señaló a ellos como los responsables de prender y matar a Jesús (Hch. 2:23). Les acusó de haber entregado, negado y matado al Autor de la Vida (Hch. 3:13-15). Les hizo claro que ellos habían sido los culpables de haber crucificado al Hijo de Dios (Hch. 4:10).
En la muerte de Cristo, hubo culpa en los líderes religiosos, la multitud, Judás, el imperio romano. Pero no solo ellos, sino todos nosotros también. Bien sabemos que fue nuestra perversión que llevó a Cristo a esa cruz para ser herido por Dios.
Los ancianos de esa ciudad tenían que tomar una becerra que no había trabajado y que no había llevado yugo; y llevarla a un valle escabroso, que no había sido arado ni sembrado. Allí quebrarían su cerviz.

La becerra siendo hembra, resalta las emociones y la sujeción de nuestro Salvador. Adoramos a aquél que experimentó tristeza, aflicción y asombro. Mañana haremos memoria del que fue obediente a su Padre en cada momento de su vida aquí en la tierra.
El hecho de que la becerra tenía que ser un animal que no había sido usada para arar y que no había llevado yugo, nos hace meditar en el carácter de Jesús. Él jamás se sujetó a la voluntad del hombre (Jn. 6:15) y era imposible que se sujetara al yugo de la esclavitud del pecado (Jn. 8:34).
El hecho de que la becerra tenía que ser llevada a un valle escabroso o lleno de rocas, donde no se había arado o sembrado, habla de la vida que tuvo Cristo al venir a esta tierra. Fue una vida de humillación, dolor y rechazo. El valle es usado por David para describir la muerte en el Salmo 23. Pensamos en Cristo, quien fue como aquella becerra siendo bajada a ese valle lleno de rocas, cuando lo llevaron a la cruz para sufrir la peor muerte posible. La cerviz de la becerra siendo quebrado, no puede sino hacernos pensar en Jesús entregando su vida sobre el madero.
La becerra moría para pagar por la culpa de la persona que había cometido el homicidio. Aunque no se sabía quien era el culpable, la justicia de Dios tenía que satisfacerse, y esto se conseguía mediante la muerte de este animal. La becerra era inocente pero tenía que dar su vida para cubrir el pecado de toda la ciudad por tener a un habitante que había cometido un crimen. Cristo fue el Justo que dio su vida por los injustos (1 Pe. 3:18). Aquél que no conoció pecado, por nosotros fue hecho pecado (2 Co. 5:21). A pesar de que sus enemigos reconocieron su inocencia; como lo hizo Pilato, su esposa, Judas y el ladrón, él fue condenado a muerte.
Los ancianos después lavaban sus manos sobre la becerra y confesaban que no habían derramado sangre y que no habían visto quien lo había hecho. Pedían perdón para no ser culpados de sangre inocente a su pueblo.
Al lavar sus manos sobre la becerra, no podemos sino pensar en la actitud de Pilato. Él se lavó las manos al no querer hacerse responsable de ir en contra de lo que pedía la multitud en cuanto a la crucifixión de Jesús. La actitud de Pilato fue lo que mostraron los demás que estuvieron involucrados en su muerte. De una u otra manera se trataron de justificar, pero no pudieron, porque Dios veía sus manos bañadas en la sangre de su precioso Hijo.
Dios le aseguraba que la sangre les era perdonada y que quitarían su culpa de la sangre inocente en medio de ellos al hacer lo recto delante de Dios.
Nosotros podemos llegar a la mesa del Señor para tomar de la copa y para comer del pan, perdonados de todos nuestros pecados. Esto se debe únicamente a la vida perfecta de Cristo, a su vida entregada sobre la cruz al morir por nosotros y su sangre derramada para limpiarnos de nuestra maldad.