Cristo en toda la Biblia

Herencia Perdurable

Josué 11:1-23

David Alves Jr.

El rey Jabín de Hazor fue llenado de miedo hacia Israel y suplicó que naciones del norte de Canaán se aliaran con él para atacarle. Logró juntar un ejército que era tan numeroso “como la arena que está a la orilla del mar en multitud, con muchísimos caballos y carros de guerra” (v.4). Esto no debía espantar a los israelitas ya que Dios les había asegurado que esta batalla la ganarían. Serían victoriosos también en esta guerra para poder conquistar el norte de Canaán, y lo harían al desjarretar sus caballos y al quemar sus carros. 

De forma repentina, llegaron a donde estaban todos sus opositores reunidos por las aguas de Merom. Josué comandó a su ejército a atacarlos. Los enemigos de Dios tuvieron que salir huyendo llenos de pavor, pero fueron alcanzados y cada uno de ellos fue matado. No quedó ni uno solo vivo. No solo fueron matados los reyes junto con sus ejércitos, pero también sus ciudades fueron aniquiladas. También fueron conquistados la tribu de gigantes conocidos como los anaceos. Josué fue victorioso una vez más con la indispensable ayuda de Dios. 


En todo esto, Josué es una hermosa sombra de nuestro Salvador. Él es el gran Conquistador que fue victorioso a nuestro favor. Su batalla fue espiritual y fue una tremenda lucha que se llevó a cabo al estar clavado a un madero romano. Su guerra no fue contra ejércitos terrenales, como lo fue en el caso de Josué, sino que fue contra el diablo y todos sus principados. El león rugiente, la serpiente antigua perdió la lucha con lo que el Mesías de Dios logró en el Gólgota. Gloriosamente venció al que tenía el imperio de la muerte, a Satanás, también al resucitar poderosamente de entre los muertos. Ese ser tan perverso y malvado ha sido eternamente derrotado por nuestro Salvador. 

La batalla que estamos considerando de Josué contra los reyes del norte, también nos hace meditar en otra guerra que involucrará a Jesús. Al final de la gran tribulación, de acuerdo a la Revelación, las naciones se unirán con odio en sus corazones hacia el que murió por ellos para tratar de hacer lo imposible. Se atreverán a creer que podrán derrotar al Señor de toda gloria, al Dios de todo poder. Así como nuestro Amado ganó la lucha del Calvario, lo mismo hará en la batalla en Armagedón. Con el poder de su palabra, sin ni siquiera levantar él o alguien más una espada, destrozará a los millones que se habrán aliado contra él, como una vasija de barro que se cae y fácilmente se rompe en mil pedazos. 

Esta significativa batalla que ganará un día el Señor, le permitirá gozar el cumplimiento de la profecía de Isaías. Josué al vencer a estas naciones, tomó para Israel todo el botín o los bienes de todas las ciudades derrotadas. Lo mismo será para Cristo en un día venidero. Isaías predijo que Jesús repartirá los despojos con los poderosos. El Soberano que habrá ganado, mostrará su infinita soberanía al dispensar el botín de la batalla ganada. Los reyes tendrán que sujetarse a él y reconocerle como el Supremo. 

¡Qué grande es nuestro Señor! Le honramos y exaltamos por su inigualable poder. Le agradecemos de corazón que él haya sido el gran victorioso para que por siempre asegurara nuestras almas del maligno. 

Al haberse conquistado el norte de Canaán, Josué tomó la tierra y se la entregó “a los israelitas por herencia conforme a su distribución según sus tribus” (v.23). 

Esto también nos presenta muy claramente al Hijo de Dios. Por haber conquistado la lucha espiritual en la cruz, por su infinita misericordia, él nos ha entregado nuestra preciosa herencia. Josué en cierta manera introdujo a Israel a su descanso al darles la tierra; pero nosotros hemos recibido en Cristo un descanso que es completo y seguro. Podemos leer acerca de este contraste entre Josué y Jesucristo en Hebreos 4:8-10. 

Pablo, el ministro de Dios, escribió a los efesios acerca de nuestra herencia en la primera parte de la carta que les escribió. Les describió la inmensa gracia de Dios al elegirnos para salvación y les explicó los propósitos inescrutables de Dios en cuanto a nuestra salvación. Les mostró como uno de esos propósitos era para que su Hijo Amado nos otorgara nuestra herencia. Les escribió: “En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados” (1:11). Les invitó a mirar hacia el pasado. Fuimos predestinados para obtener esta gran herencia. Pero también les mostró lo que debe ser para nosotros nuestra herencia en el presente. Hablando del Espíritu de Dios, les dijo: “Es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida” (1:14). Nuestra herencia es segura. Nos ha dado la garantía que es el Consolador, lo cual solo fue posible por la victoria de nuestro Josué celestial. Pablo también le pidió a los hermanos en Efeso que miraran el aspecto futuro de su herencia. Les escribió: “Las riquezas de la gloria de su herencia en los santos” (1:18). ¡Cuán glorioso es todo esto! Lo heredado por Josué a Israel, no se compara en lo más mínimo con lo que Cristo nos ha heredado a nosotros. Lo tenemos todo en él. 

Esta herencia que hemos recibido por gracia por medió del que nos compró a precio de sangre es incomparable. Leemos sobre cómo es nuestra herencia en 1 Pedro 1:4,
“una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para ustedes”. Lo que ya es una realidad ahora al ya gozar de todas las bendiciones espirituales en Cristo Jesús, un día será una eterna realidad. Experimentaremos en toda su plenitud lo que Jesús nos ha heredado. No tendrá fin esta maravillosa condición que disfrutaremos por siempre. 

Encontramos en Hebreos 10:34 que lo que tenemos en Cristo, es “una mejor y perdurable herencia en los cielos”. Gocemos nuestra herencia. Anticipemos lo que nuestra herencia nos dará algún día. Hasta entonces, sigamos sirviendo y adorando al Cristo vencedor de las batallas.

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