David Alves hijo
Jueces 7
Los madianitas estaban situados al norte del campamento de Gedeón, listos para atacarles en cualquier momento. Antes de que Dios le entregara este pueblo a los israelitas, había algo que le preocupaba a Dios y que tenía que resolverse antes de que se llevara a cabo la batalla.
Yahweh veía que como el ejército de Gedeón era muy numeroso, si Su pueblo ganaba la guerra, ellos se gloriarían contra Él y se gloriarían en sí mismos. Dios formuló un plan en el que el número de soldados de Gedeón pasaría de 32,000 a 300 guerreros.
En primer lugar, Gedeón le daría la opción a sus hombres que los que sentían miedo podían retirarse y regresarse a sus hogares. Hubieron 22,000 hombres que se retiraron. En segundo lugar, Gedeón llevaría a los restantes a las aguas. Dependiendo cómo bebían las aguas, eso determinarían quienes se quedarían y quienes también se retirarían. Al hacer esto, únicamente quedaron 300 varones dispuestos para pelear contra lo madianitas.
Dios le aseguró a Gedeón que con estos 300 soldados ganaría la guerra. Para asegurarle en cuanto a esto, Dios le instruyó a Gedeón que se acercara de noche al campamento de los madianitas para que escuchara lo que hablaban. Al hacerlo, les escuchó hablar sobre un sueño que habían tenido. Un varón contaba como había visto un pan de cebada rodar hacia su campamento y les destruyó. El que oyó el sueño, aseguró que este sueño describía la espada de Gedeón y como los madianitas y amanecidas habían sido entregados por Dios en manos de los israelitas.
Esto hizo que Gedeón se postrara en su corazón y que adorara en su espíritu a su gran Dios Rescatador.
Gedeón prosiguió al mandar a sus 300 soldados a salir a la batalla con trompetas y con cantaros vacíos con teas ardiendo dentro de ellas. Al sonido de la trompeta de Gedeón, saldrían y derrotarían a los madianitas. Gedeón y su ejercito fueron victoriosos, muestra de ello fue que tomaron y mataron a dos príncipes de los enemigos.
El hecho de que Gedeón siguiera las indicaciones de Dios para disminuir considerablemente el total de hombres a su disposición para la guerra; no solo fue muestra de su fe, pero también de su deseo de que Dios- y no él- fuese glorificado. El espíritu adorador de Gedeón es un débil destello de aquél quien fue el adorador más devoto y más profundo de todos; nuestro sublime Salvador.
Desde que estuvo en el vientre de Su madre, desde que nació y desde que estaba a los pechos de Su madre; Él adoró a Su Padre reconociéndolo como siendo Su Dios. A la edad de doce años continuó mostrando este mismo deseo. Al ser encontrado por sus padres terrenales en el templo, Él les dijo: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lc. 2:49). El médico Lucas resume todo esto al decirnos de Él que “Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres”.
En Su ministerio público perseveró adorando en todo lo que hacía. Cada palabra que pronunció, fue para la gloria de Su Padre. Cada enfermó que sanó, fue para la gloria de Su Padre. Cada individuo a quien perdonó de sus pecados, fue para la gloria de Su Padre.
El hecho de que haya purificado el templo de Su Dios, es un excelente reflejo de Su espíritu adorador. Hizo lo que hizo y dijo lo que dijo porque Su celo por la gloria de Su Padre en el templo le consumía por completo (Sal. 69:9). Durante estos tres años y medio, al pensar en lo que sufriría en el madero, Él le dijo a Dios: “Padre, glorifica tu nombre” (Jn. 12:48).
La noche antes de morir al estar reunido con los Suyos tuvo muy presente el querer honrar a Su Dios. Él dijo en Su oración: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti” (Jn. 17:1). Aún cuando sabía todo lo que iba a padecer, Él deseaba adorar a Su Padre.
No hubo momento en el que Cristo rindió más gloria a Su Dios cuando sufrió y dio Su vida en la cruz. Murió para pagar por los pecados de la humanidad; pero por sobre todas las cosas, murió para glorificar a nuestro Dios.
Damos gracias a Dios por el espíritu adorador de Gedeón; pero aún más, por el espíritu adorador del Hijo de Dios.

Gracias.
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