David Alves Jr.

Una cosa es que un médico atienda a un paciente por una lesión en uno de sus huesos y otra que el médico mismo sufra una lesión y necesite ser atendido por otro.
El Señor Jesucristo habrá sanado a personas que tuvieron desperfectos en sus huesos. El dolor punzante de un hueso roto o dislocado, aliviado en un instante con un solo toque del Médico perfecto que podía sanar toda enfermedad. Cristo era el que buscaba el profeta Jeremías cuando preguntó: “¿No hay bálsamo en Galaad? ¿No hay allí médico?” (Jer. 8:22)
Aquél que sanó, también sufrió en sus huesos. En los Salmos aprendemos de los huesos del Señor.
Huesos descoyuntados
“Todos mis huesos se descoyuntaron” (Sal. 22:14).
Piensa en Cristo siendo maltratado al grado de que todos sus huesos se dislocaron de las 360 coyunturas que tenemos en el cuerpo. Uno solo es un inmenso dolor, pero ¡soportar la agonía de 360!
Huesos contados
“Contar puedo todos mis huesos” (Sal. 22:17).
Todos sus huesos descoyuntados y ahora vemos que todos fueron expuestos. Recibió la tortura cruel de la crucifixión Romana que incluía la terrible flagelación. El que en el cielo cuenta los millares de estrellas y les pone nombre a cada una (Sal. 147:4); sobre una cruz podía contar sus huesos al haber sido salvajemente removida su carne.
Huesos guardados
“Él guarda todos sus huesos; ni uno de ellos será quebrantado” (Sal. 34:20).
206 huesos en el cuerpo humano y a pesar de morir la peor muerte de todas, ni un solo hueso de Cristo fue quebrado. Golpes certeros en su hermoso rostro, y ni un solo hueso fue quebrado. Impactos brutales sobre su delicada cabeza coronada de espinas usando cañas, y ni un solo hueso fue quebrado. Clavos gruesos y toscos traspasaron sus benditas manos y sus pies; una lanza atravesó su bello costado, y ni un solo hueso fue quebrado. Los soldados no quebraron sus piernas porque el Señor ya había entregado su vida para que se cumpliera la profecía del salmista (Jn. 19:36).
Huesos quemados
“Mis huesos cual tizón están quemados” (Sal. 102:3). “Mis huesos se han pegado a mi carne” (Sal. 102:5).
El intenso calor del sol lo deshidrató. Dijo haber sido derramado como aguas (Sal. 22:14), su vigor llegó a ser como una vasija quemada y seca y que su lengua se había pegado a su paladar (Sal. 22:15). Todo esto fue como fuego que penetró hasta sus huesos.
Más allá de un sol abrasador, había un Dios que es fuego consumidor (Heb. 12:28). Arrojó toda su justa ira sobre él por causa de nuestros pecados.
¡Toda gloria solo para él!