David Alves Jr.

El capítulo 15 de Levítico explica la impureza en la que incurrían los hombres por causa de de flujo de semen (vv.1-18) y las mujeres por flujo de sangre (vv.19-30).
Las impurezas por distintas razones explicadas en el tercer libro de Moisés, nos trae a nuestras mentes nuestra impureza por causa del pecado. Así como bajo la ley de Moisés, ciertas situaciones implicaban que las personas tuvieran que aislarse para no contaminar a otros; de igual manera, el pecado nos ha generado estar distantes de Dios. Únicamente Cristo pudo acercarnos a él.
En el caso de los varones, debían lavarse con agua para purificarse de su contaminación. Nosotros gozamos purificación por la palabra santa de nuestro Señor. El Señor le dijo a sus apóstoles: ”Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado.” (Jn. 15:3). En Ef. 5:26 Pablo enseña que el Señor purifica a la iglesia a través de su palabra que es como agua. Al leer las Escrituras, nos damos cuenta de nuestras imperfecciones, y cuando vemos la perfecta pureza de nuestro Salvador, anhelamos querer ser como él.
Pensamos ahora en lo suscrito a la mujeres durante sus días de menstruación. Dios prescribió instrucciones a seguir para las mujeres que padecieran flujo de sangre más de su costumbre. No podemos sino en nuestras mentes ir a los evangelios y considerar aquella mujer que se acercó al Señor habiendo tenido flujo de sangre durante doce años (Mt. 9:20-22; Mr. 5:25-34; Lc. 8:43-48). Impresiona pensar en que la multitud le oprimía, iba hacia la casa de Jairo que le urgía que lo hiciera y la mujer era inmunda por su flujo de sangre; y aún así, el Señor estuvo dispuesto a sanarla. ¡Tenía tanto poder que la curó en el momento que ella le tocó!
Espiritualmente hablando, cada uno de nosotros, también tuvimos que postrarnos ante el Señor para encontrar la limpieza de nuestras maldades que tanto buscábamos. Encontramos que solo Cristo tenía el poder para hacerlo.
Concluimos, al considerar lo que ambos tenían que ofrendar cuando quedaban impuros por las razones ya consideradas. Fuesen hombres o mujeres, tenían que ofrecer dos tórtolas o dos palominos. Uno para holocausto y el otro como ofrenda por el pecado. De esta manera obtenían purificación de sus impurezas.
Las aves ofrecidas sin duda nos hablan del Señor. En ellas vemos su pureza, su mansedumbre y gentileza. La que era para holocausto, es Cristo ofreciéndose sin reservas a la voluntad de su Padre. La que era para el pecado, es Cristo llevando las consecuencias de nuestro pecado sobre la cruz para que pudiésemos ser limpiados. ”¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Heb. 9:14).
