David Alves Jr.
“Matarás el carnero, y tomarás de su sangre y la pondrás sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón, sobre el lóbulo de la oreja de sus hijos, sobre el dedo pulgar de las manos derechas de ellos, y sobre el dedo pulgar de los pies derechos de ellos” (Éx. 29:20).
Antes de que el sumo sacerdote y los sacerdotes comenzaran su ministerio en el tabernáculo, debían de ser consagrados a Dios. Ofrendas y sacrificios eran ofrecidos a Dios en este evento significativo. Una de las cosas hechas a Aarón y a sus hijos, fue que se les aplicó sangre de un carnero sacrificado, en el lóbulo de la oreja derecha, en el dedo pulgar de la mano derecha y en el dedo pulgar de su pie derecho. Pareciera que Dios les estaba enseñando que él quería que todo lo que escucharan, todo lo que hicieran y a todo lugar que fueran, sería en entrega y servicio a Dios al servirle en el tabernáculo.
La consagración de estos varones a Dios, es un pequeño recordatorio de la consagración más hermosa y profunda que alguien jamás le ha mostrado a Dios: la que le mostró Jesucristo a su Padre. Ya sea antes de venir al mundo o en el día de su muerte de intenso dolor, siempre tuvo en su corazón entregarse a la voluntad de su Dios.
Dios quería que los oídos de los sacerdotes fueran consagrados a él. Se nos escribe proféticamente sobre el Señor y sus oídos: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios. Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás” (Is. 50:4, 5). Los oídos de Jesucristo eran para oír la ley de Dios, y para oír lo que él quería que hiciese, sin importar el costo.
Dios quería que las manos de los sacerdotes fueran consagradas a él. Cristo dijo: “nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre… porque yo hago siempre lo que le agrada.” (Jn. 8:28, 29). Un día veremos esas manos consagradas. Aquellas manos que sanaron, alimentaron, consolaron y que fueron traspasadas por clavos.
Dios quería que los pies de los sacerdotes fueran consagrados a él. Los pasos que dio del cielo a la tierra, los pasos que dio de Judea a Samaria para darle a una mujer pecadora agua viva, los pasos que dio de Gabata al Gólgota, todo fue en devoción a su Padre al querer siempre ir a donde él le dirigía. Todo esto se resume cuando él dijo: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (He. 10:7, 9). Decimos de Cristo al habernos traído un mensaje como ningún otro: “¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación, del que dice a Sion: ¡Tu Dios reina!” (Is. 52:7).
