David Alves Jr.
“Jehová iba delante de ellos de día en una columna de nube para guiarlos por el camino” (Éx. 13:21).
A todos nos llaman la atención las nubes. Los niños y los jóvenes se imaginan encontrar distintas figuras en ellas y los adultos admiran la forma elegante en la que cubren los cielos. Job nos invita a que contemplemos a las nubes (Job 35:5). El creador de las nubes habla mucho acerca de ellas en su palabra y nos enseña que representan su presencia. El pueblo de Israel veía la presencia de Dios todos los días en la nube que iba delante de ellos o cubriendo el tabernáculo. Cuando Moisés subió el Monte Sinaí también apareció una nube (Éx. 19:9) porque Dios estaba allí. En la vida de nuestro Salvador leemos de nubes. Cuando mostró su gloria sobre un monte, con Pedro, Jacobo, Juan, Elías y Moisés presentes, apareció una gran nube que los cubrió. Y Dios dijo desde la nube: “Este es mi hijo amado; a él oíd” (Lc. 9:35). Cincuenta días después de su muerte, él ascendió al cielo para estar a la mano derecha de su Padre. Al despedirse de 500 discípulos, se apareció una nube la cual le llevó a la casa de Dios (Hch. 1:9). El salmista escribió de Dios: “El que pone las nubes por su carroza” (Sal. 104:3). Cuando el Señor venga a la tierra para reinar después de la gran tribulación, él bajará en las nubes. “He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él. Sí, amén” (Ap. 1:7). Las nubes presentes con Cristo nos hacen ver la presencia del Padre continuamente con su Hijo. Hay una ocasión en la que no encontramos nubes sino densas tinieblas cuando era de día. No encontramos nubes en el Lugar de la Calavera. Dios al abandonarlo, trajo oscuridad sobre su Hijo, y no una nube, porque estaba poniendo sobre él todos nuestros pecados.
