David R. Alves

A principios de los años sesenta, Don Richardson salió del Canadá como misionero para evangelizar las islas de Nueva
Guinea, en el sur del Océano Pacífico, en donde había tribus salvajes que practicaban aún el canibalismo. El sawi, el dialecto que hablaban estos indios, fue un tremendo reto durante sus primeros dos años entre ellos. Culturalmente estaba viviendo en un ambiente comparable a la edad de piedra.
Cuando el Sr. Richardson por fin trató de relatarles la historia de la muerte de Cristo e hizo referencia a la manera en que fue traicionado por Judas Iscariote por treinta piezas de plata, los indios aplaudieron a Judas como héroe indiscutible. Muy sorprendido, Richardson se dio cuenta de que estos salvajes le rendían culto a la traición. Ahora sabía por qué era que en sus chozas veía todo tipo de osamenta humana colgando de las paredes. En cuanto a la hospitalidad que mostraban, el lema de estos caníbales era: “Engordar a la víctima para la matanza”. Los huesos eran trofeos de la hospitalidad traicionera que practicaban, y pronto ¡él también sería materia prima para el caldo!
Aconteció un día que el misionero vio pasar al cacique en compañía de muchos indios armados. Acamparon a este lado del río, mientras que al otro lado se atrincheró la tribu enemiga. Había una larga historia de animosidad entre las dos tribus y las guerras eran frecuentes. La situación era sumamente tensa, no había paz.
De repente, Richardson vio como uno de guerreros de su tribu corrió y se trepó a toda prisa al árbol en donde estaba su choza. Sin decir palabra alguna, arrebató de los brazos de su esposa a su único hijo, un hermosísimo bebé.
Mientras el guerrero descendía con su niño en sus brazos y regresaba velozmente al río, se oían los escalofriantes gritos aterradores de una mujer que parecía presentir que había perdido a su hijo. Efectivamente, el guerrero cruzó a la otra ribera y entregó a su único hijo al cacique de la tribu enemiga. Después de algún tipo de ceremonia, ambos campamentos se retiraron y todo volvió a la normalidad. Se había logrado la paz.
En cuanto hubo oportunidad, el misionero reunió al cacique y a sus guerreros para preguntar qué significaba todo aquello. Se le explicó que desde hace mucho tiempo atrás, se estableció una tradición entre esas tribus de que en ciertas condiciones de guerra, la única manera de lograr la paz era que alguno regalara a su hijo a la otra tribu. El hijo de paz sería adoptado por la otra tribu, y mientras viviera el niño, habría paz entre esas tribus.
Don Richardson aprovechó esta oportunidad de oro para explicar la gran verdad del evangelio de la paz. Por su pecado y rebelión, la Biblia declara que la raza humana está enemistada contra Dios. Nuestros pecados han hecho separación entre nosotros y Dios (Isa. 59:2). Pero en su gran amor e infinita misericordia, Dios entregó a su único Hijo a morir en una cruel cruz para poder hacer la paz entre Él y los hombres (Jn 3:16). Dios pagó el altísimo precio de la paz con la sangre que derramó su propio Hijo. “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida.” (Rom. 5:10)
Fue así como muchos de esos indios entendieron el plan de salvación y se convirtieron a Cristo. Decían como Pablo escribió a los Rom. 5:1: “justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”. ¿Qué de usted? Acepte a Cristo y, aunque sea culpable de muchos pecados, Dios le declarará justo, o sea, será salvo. “Vuelve ahora en amistad con él, y tendrás paz; Y por ello te vendrá bien.” (Job 22:21)
¡Recomiendo este libro ampliamente!

Hola buenas tardes. Donde puedo adquirir este libro que me encantó ese prólogo.
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