David R. Alves

Su infancia fue bastante triste. Al nacer, cerca de Londres, Inglaterra en 1731, William llegó a un hogar de bienes pero sin Cristo, y en el que tres hermanos que le antecedieron habían muerto ya y muy pequeños. Después de él otros dos hermanitos tampoco sobrevivieron. Lo peor vendría cuando tenía apenas cinco años de edad y perdió a su madre. Un poema desgarrador escrito cuando ya era adulto, en base a un retrato que le regalaron de su madre, describe esa experiencia tan dolorosa. Unos años después de la muerte de su madre fue enviado por su padre a un colegio internado en el que la pesadilla de su vida continuaría, ahora por bullying de otros estudiantes.
Su primer descalabro mental se dio cuando tenía unos 22 años de edad y se le impidió casarse con su prometida. Poquito más de diez años después entró en pánico temiendo un examen académico que presentaría para una posición prestigiosa, y volvió a hundirse en una profunda crisis mental. Emergieron tendencias suicidas: compró veneno que no pudo ingerir; pensó ahogarse, pero llegó al río y no había suficiente agua; intentó colgarse, pero la providencia divina hizo que el lazo se rompiera. Ciclos así se repitieron por lo menos dos veces más en su vida, incluso después de ser creyente devoto.
Su conversión a Dios se dio cuando tenía 32 años de edad, después de estar unos seis meses recluido en un asilo psiquiátrico. En el jardín encontró una Biblia. Al abrirla, empezó a leer Juan 11 y se conmovió al ver la simpatía y ternura del Señor Jesucristo en relación a la muerte de Lázaro. Leyó más de Cristo, en Rom. 3:25, “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados”. Lo entendió, lo creyó, y lo disfrutó.
William Cowper fue contemporáneo de predicadores ilustres del Siglo XVIII (18) como George Whitefield, John Wesley, Jonathan Edwards y John Newton. Este último (el ex esclavista convertido a Cristo y autor del himno “Sublime Gracia”) le fue de invaluable ayuda en sus momentos más oscuros en la vejez. “Un amigo más sincero y afectuoso otro hombre no ha tenido”, dijo Cowper de Newton.
Los martillazos de la aflicción en el yunque de las experiencias de la vida de un cristiano a menudo forjan un carácter que glorifica a Dios y bendice al prójimo. Este hombre luchó con la depresión, locura y desesperación durante casi toda su vida pero escribió poemas e himnos de riqueza poco común. Uno de sus himnos que cantamos describe elocuentemente cómo los caminos de Dios no son nuestros caminos:
Dios obra por senderos misteriosos
las maravillas que el mortal contempla.
Sus plantas se deslizan por los mares
Y atraviesa el espacio en la tormenta.
Ciega incredulidad yerra el camino,
Y su obra en vano adivinar intenta.
Dios es su propio intérprete, y al cabo
todo lo ha de explicar al que en Él crea.
Cowper murió en el año 1800. Nunca pudo vencer una mente atribulada pero no dejó duda de que en su espíritu disfrutaba del poder de la sangre de Cristo vertida por él en la cruz. Citamos solamente cuatro estrofas de este himno muy conocido y usado por Dios.
Hay una fuente sin igual
de sangre de Emanuel,
en donde lava cada cual
las manchas que hay en él.
Tu sangre nunca perderá
¡oh Cristo! su poder,
y sólo en ella así podrá
tu Iglesia salva ser.
Desde que aquella fuente vi
un solo tema sé:
amor redimidor, y así
cantando seguiré.
Y de la tumba más allá
mi lengua emplearé;
canción más dulce y noble habrá
que en gloria cantaré.
“Y de la tumba más allá”.¡Sí! Junto con millones más, William Cowper entonará el nuevo cántico en la gloria, sin recordar las depresiones, tribulaciones, angustias, y tristezas que tanto le hicieron sufrir en su cuerpo pecaminoso, débil, y mortal.
Instrumento de bendición para todos los creyentes en Cristo… Sus himnos son un aliciente de gozo para nuestras vidas
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Que erriquecedor y motivante es leer estos testimonios.
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