David Alves Jr.
Números 26
Después de la mortandad relatada en el capítulo anterior, Dios mandó a Aarón y Eleazar que tomaran un censo de los hijos de Israel. Llama la atención que se haya hecho esto después de que Dios juzgó a la nación matando a veinticuatro mil personas. Este es el segundo censo general en el libro de Números. En el primer capítulo, el censo se enfocó en el número de soldados que pelearían por Israel; en este segundo censo, el enfoque son las familias que conformaban la nación predilecta de Dios. Después de la muerte de muchos Israelitas, leemos ahora acerca de Dios contando a todas las familias.
Algo semejante a ocurrido con nosotros. Habiendo estado muertos en nuestros pecados (Ef. 2:1, 5), ahora tenemos la tremenda dicha de pertenecer a la familia de Dios. Sería imposible entender el impacto que ha tenido la obra de Cristo en nosotros. Trate de comprender el hecho de que habiendo estado muertos, ahora somos hijos de Dios. Sin duda, es algo que jamás lograremos entender en su totalidad. Mañana al reunirnos para hacer memoria de Jesús, lo hacemos siendo hijos De Dios.
Contrario a lo que muchos creen, los únicos que somos hijos de Dios nuestro Padre, somos lo que hemos creído en el Señor. Creer en el nombre de Jesucristo y haberle recibido nos da la potestad de ser hechos hijos de Dios (Jn. 1:12, 13). El Señor nació en este mundo para redimirnos y para que recibiésemos “la adopción de hijos” (Gál. 4:4, 5). Tenemos muchas razones por las que debemos adorar a Dios. Una de ellas es que nos ha hecho sus hijos. Juan escribe mucho acerca de esto en su primera epístola. En ese libro él nos pide: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn. 3:1).
El censo fue hecho en el contexto de la tierra que Dios le daría a cada tribu y familia. La tierra dada por Dios a Israel era la herencia que él les dio. El pueblo siendo censado y recibiendo su porción de tierra como heredad, hace pensar en Cristo siendo nuestra herencia. Es por medio de él que tenemos la bendita herencia de ser predestinados por Dios (Ef. 1:11). Nuestra herencia es solo para aquellos a los que él ha santificado para sí mismo (Hch. 26:18). De igual manera, somos “coherederos con Cristo” (Rom. 8:17), de manera en que nuestro sufrimiento y glorificación se ven ligados a él.
La heredad para cada tribu era en proporción al número de personas que las conformaban. Si la tribu era numerosa, recibía más cantidad de tierras, y viceversa. Al final, todos recibían la herencia exacta que necesitaban por parte de Dios.
¿Qué podemos decir nosotros de nuestra herencia? Dios nos ha dado una heredad incomparable en su amado Hijo. Pablo escribió a los Efesios sobre “las riquezas de la gloria de su herencia en los santos” (Ef. 1:18) y cómo todo esto es operado en Cristo por su resurrección y exaltación (v.20). Él es la única herencia que podía traernos plena satisfacción.
