David Alves Jr.
“Yo, te ruego, y vea aquella tierra buena que está más allá del Jordán, aquel buen monte, y el Líbano. Pero Jehová se había enojado contra mí a causa de ustedes, por lo cual no me escuchó” Dt. 3:25, 26.
Veamos a Cristo en las palabras que Moisés le oró a Dios y que también le dijo a Israel al llegar al final de su vida.
Moisés sabía que no entraría a la tierra prometida por causa de su desobediencia a Dios. A pesar de entender esto, Moisés le rogó a Dios la oportunidad de poder ver la tierra que era para Israel, más allá del río Jordán. Antes de morir, él quería poder tener un vistazo de la bendita tierra que fluía leche y miel.
El Señor Jesús también vio la bendición de su Padre, como el resultado de su muerte y resurrección, antes de entregar su vida sobre el madero. Leemos acerca de él: “por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (Heb. 12:2). Oprobio es vergüenza. Increíblemente, el Señor sufrió la terrible muerte de la cruz con gozo, porque miró hacia adelante y vio todo el gozo que le esperaba. Moisés quiso ver la tierra, la bendición de Dios; pero él no fue humillado ni tuvo que sufrir por los pecados de otros. Moisés murió por su propia desobediencia.
En este sentido figurativo, Jesús quiso ver la tierra, como Moisés, antes de morir. Este deseo no fue algo que fue concebido en su mente poco antes de morir ni en algún punto de su vida aquí sobre la tierra. Esto fue algo que él deseó eternamente y al venir a este mundo. El escritor a los Hebreos, cita el Salmo 40 para detallar esto. “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad, Como en el rollo del libro está escrito de mí” (Heb. 10:7). Él sabía que para poder disfrutar de la herencia que él recibiría al compararnos por su sangre, él tendría que ser siempre obediente a su Padre. Lo que Moisés no pudo gozar, por causa de su desobediencia; Cristo sí lo pudo gozar, por causa de su obediencia.

También podemos ver a nuestro Salvador, en las palabras que Moisés le dijo a Israel sobre cómo Dios se había enojado con él por causa del pecado de la nación, al grado de no escucharle. Moisés sufrió un distanciamiento de Dios; en este caso, no por pecados suyos, sino por los de Israel. ¿Sí ve a dónde podemos ir con esto en nuestras mentes?
Jesucristo que es sin pecado, sufrió el enojo de Dios por culpa de nuestros pecados. No podemos comprender lo que habrá sido para el alma cristalinamente pura del Señor, ser herida por Dios que es “fuego consumidor” (Heb. 12:29). Tampoco podemos dimensionar lo que habrá sido para el que “no conoció pecado” (2 Co. 5:21), padecer lo horripilante que “es caer en manos de un Dios vivo” (Heb. 10:31). Moisés sintió el enojo de Dios por causa del pecado de la nación, pero él era pecador y no tuvo que sufrir por ello. Jesucristo sintió el enojo de Dios, no por los pecados de una nación, sino de toda la humanidad, siendo él perfecto; y él sí tuvo que sufrir en gran manera.
El enojo de Dios le llevó a no escuchar la súplica de Moisés. Volvemos a la cruz y escuchamos al santo Hijo de Dios, clamándole y no siendo escuchado por él. Derriten nuestro corazón sus palabras cuando le dijo a su Dios: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor? Dios mío, clamo de día, y no respondes; Y de noche, y no hay para mí reposo” (Sal. 22:1, 2). Murió abandonado y desamparado de su Dios sin ser escuchado.
Adoremos a Cristo, quien sufrió con gozo la cruz, porque podía ver lo que le estaba preparado, lo que estaba por delante de él. Exaltemos a Cristo. Él también padeció la ira de Dios y sufrió un terrible distanciamiento por nuestras culpas.
¡La gloria sea solamente para él!