David Alves Jr.
“Allí murió Aarón, y allí fue sepultado, y en lugar suyo tubo el sacerdocio su hijo Eleazar” Dt. 10:6
Habrá sido algo especial para los israelitas mirar al hombre que les representaba en la presencia del Señor. Seguramente se maravillaban de ver sus hermosas vestiduras y de ver a aquél quien tenía el privilegio de entrar al tabernáculo de Dios. Al verle se admiraban de que él era el único que podía entrar al lugar santísimo.
Pero no siempre todo era sobresaliente y extraordinario con ellos. Al ser hombres, le fallaban al pueblo y a Dios al pecar. ¿Qué habrá sido para los sacerdotes o para los del pueblo mirar al sumo sacerdote ofrecer un sacrificio por pecado cometido? También pasaban por la triste experiencia de recibir la noticia de que el sumo sacerdote había muerto. Quizás se llenarían de preocupación al pensar en cómo les serviría el siguiente sumo sacerdote.
Esto fue lo que sucedió con el primer sumo sacerdote que fue Aarón. Por causa del pecado cometido en Meriba, Aarón murió antes de que Israel tomara posesión de la tierra que fluye leche y miel. Subió el monte Hor y allí murió. Por más que procuró servirle a Dios y al pueblo fielmente, no fue perfecto. Como todo hombre, tenía sus defectos y sus fallas. Por más que tuvo el deseo de cumplir la voluntad de Dios y de enseñarle al pueblo la ley de Dios, tuvo que llegar el día en el que terminó su sacerdocio al morir.
Meditamos en Cristo como nuestro gran sumo sacerdote; y como siempre, él los excede a todos. En cuanto al pecado, él nunca tuvo que ofrecer sacrificios a su favor, porque él es sin pecado. “Tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (Heb. 7:26). Podemos alabarle por el hecho de que nunca fallará en su servicio a Dios y a nosotros desde el cielo como nuestro representante. Es imposible que haga algo que lo descalifique. Tiene la habilidad de compadecerse de nosotros, porque fue tentado aquí en la tierra, pero sin contaminarse por el pecado (Heb. 4:15).
La historia nos dice que Israel tuvo unos 78 sumos sacerdotes, desde que construyó el templo de Salomón hasta que fue destruída la morada de Dios 70 años después del nacimiento de Jesucristo. Por causa de la muerte, Eleazar tomó el lugar de su padre Aarón, y así sucesivamente con cada uno de ellos.
En el caso de nuestro supremo sumo sacerdote, la muerte para él solo ocurrió una sola vez. Nosotros no tememos si tendremos a otro sumo sacerdote, porque el que tenemos ahora, Cristo Jesús, no morirá. Esto es completamente imposible que suceda. Él murió una sola vez y para siempre. En el cielo, el Hijo de Dios vive “según el poder una vida indestructible” (Heb. 7:16). El Espíritu Santo nos afirma esto a través de las palabras de Pablo a la iglesia en Roma cuando les escribió de Cristo: “sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él” (Rom. 6:9).
Gracias a Dios por el sumo sacerdote que intercede por nosotros. Nunca pecó, no nos fallará y nunca morirá. Podemos descansar en el hecho de que su sacerdocio es según el orden de Melquisedec y que él perdurará como pontífice a nuestro favor.
