David Alves Jr.

En los capítulos 16 y 23 de Levítico aprendemos sobre una fiesta anual celebrada por Israel llamada el día de la expiación. Era sumamente importante para Dios y para su pueblo porque se llevaba a cabo purificación para el sumo sacerdote, su familia, toda la nación y el santuario de Dios.
En esta ocasión, estaremos mirando a Cristo en Aarón el sumo sacerdote en su participación en el día de la expiación. Después estaremos viendo al Señor en el macho cabrío sacrificado y en el macho cabrío abandonado.
Hagamos entonces un comparativo entre Jesucristo y el sumo sacerdote en relación a la fiesta judía bajo consideración.
Cada año en el día 10 del séptimo mes, al celebrarse el día de la expiación, era la única ocasión en la que los sumos sacerdotes podían ingresar al lugar santísimo. Entraban con un incensario en la mano para hacer humo y con la sangre de animales para rociarla delante del propiciatorio. No así nuestro Sumo Sacerdote, el Señor Jesucristo. Él entró a la presencia de su Padre 40 días después de haber muerto y resucitado para permanecer allí desde entonces. ”Entró una vez para siempre en el lugar santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Heb. 9:12). Él goza lo que no podían los sumos sacerdotes bajo el antiguo, porque nuestro Salvador vive ”siempre” en el lugar santísimo (Heb. 7:25).
Para este evento, el sumo sacerdote no utilizaba todas sus vestiduras hermosas que normalmente llevaba puestas. Vestía su túnica santa de lino fino, se ceñía con su cinto de lino, cubría su cabeza con la mitra pero no los demás prendas que eran muy llamativas. En aquél día, se estaba tratando su pecado y el de la nación de Israel. No era el momento para mostrar belleza en su vestimenta porque el pecado no tiene nada de llamativo. Las ropas blancas de Aarón en el día de la expiación nos hablan de la falta de atractivo que el hombre encontró en el Señor (Isa. 53:2) y su color blanco también resalta la hermosa perfección que encontramos en el Señor.
Al iniciar la ceremonia y al terminar, Aarón debía lavar su cuerpo en agua para limpiarse de su propia contaminación y por estar involucrado en los actos realizados para expiar el pecado de la nación. Cristo jamás tuvo que hacer esto. Vino al mundo de pecado y en la cruz fue hecho pecado por nosotros, mas nunca se ensució con nuestras maldades. La misma pureza que tenía en el cielo la tuvo al estar colgado en el madero.
Para que hubiese expiación para el pecado de Israel, Aarón no solamente tenía que lavarse sino que también tenía que sacrificar un novillo para hacer expiación por él y por su familia. El becerro del sumo sacerdote era sacrificado y su sangre la introducía al lugar santísimo para ser rociada sobre el propiciatorio. ¡Tan diferente con el Señor! El escritor a los Hebreos nos muestra el valor de la sangre de Cristo (Heb. 9:13; 10:4). Él no necesitó la sangre de ningún animal para quedar acepto delante de Dios. Por su propia sangre nos pudo limpiar y pudo entrar al lugar santísimo.
En el día de la expiación, habían cuatro animales que eran sacrificados: 2 chivos, 1 novillo y 2 carneros. Los carneros era sacrificados en holocausto para Aarón y la nación. La ofrenda del holocausto al ser quemada completamente sobre el altar, siempre nos habla de Cristo ofreciéndose enteramente a su Padre. Isaías escribió acertadamente de él: ”derramó su vida hasta la muerte” (Isa. 53:12). Lo dio todo, no pudo haber dado más.
Concluimos, al pensar en Aarón tomando un incensario con brasas del altar de oro en el lugar santo, para poder rociar la sangre de los animales sobre el propiciatorio donde habitaba Dios entre los querubines. Necesitaba producir una nube para no ver a Dios porque el hombre no puede ver al Dios de gloria y no morir. Cuan precioso es pensar en el Señor, aparte de cuando fue abandonado por Dios en la cruz, él disfrutó una cercanía al Padre que nadie más puede gozar. Cristo podía decir: ”Yo y el Padre unos somos” (Jn. 10:31). Él puede ver la gloria de su Padre porque ”él es la imagen de Dios” (Col. 1:15) y es el ”resplandor de su gloria” (Heb. 1:3).
Gracias a Dios por su Hijo nuestro Sumo Sacerdote y por todas las maneras en las que él excede a Aarón. ¡No hay nadie como él!
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